viernes, 14 de septiembre de 2007

Tras la pista del arte autorreferente


Dentro de las tendencias, estilos y formas que componen el corpus del arte occidental, existe un aspecto que probablemente sea uno de los más fecundos, a la vez que inquietantes, entre los fenómenos que dicho corpus pudiera llegar a concebir. Nos referimos al aspecto autorreferencial del arte; ese insólito momento en el cual la mirada se vuelve para mirarse el espinazo, y cobra conciencia de sí misma. A través del sutil juego de espejos de las autorreferencias, se pone de manifiesto la difícil y oscura relación entre la realidad y las representaciones que nos hacemos de esa realidad. Toda vez que el golpe de efecto de la Crítica de la razón pura (1787) de Immanuel Kant y la concurrencia de pensadores como David Hume, Francis Bacon o los nominalistas medievales sería de gran importancia en el progreso de una concepción crítica de la razón, la autorreflexión y criticismo propios del género que nos ocupa pueden rastrearse asimismo en obras del Renacimiento o la Reforma, si bien ésta es una forma discursiva que prendería con toda su fuerza en los albores del siglo XX.


Casos seminales de autorreferencia (en el sentido moderno del término) los encontramos en la literatura de los diálogos platónicos, en la obra satírica escrita por Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura (1509), así como en Shakespeare y Cervantes. Jonathan Swift desarrollaría un peculiar estilo crítico basado en la primera persona del narrador, a quien otorgaba las mismas cualidades que quería poner en tela de juicio. Ejemplos de esta técnica predilecta de Swift, “el uso de la razón para confundir a la razón”, se dejan entrever en Cuento de una barrica (1704) y las corrosivas cartas reunidas en Una modesta proposición (1729).


Pueden encontrarse otros precedentes del género autorreferencial en algunas pinturas renacentistas, pues éste es un campo que no ha sido ajeno a la mirada pictórica. En El matrimonio Arnolfini (1434), Jan Van Eick plantea una imagen insólita, por cuanto que lateral y oblicua, del célebre matrimonio a través de un espejo convexo. En Retrato de una mujer de la familia Hofer (1470), el autor anónimo de esta obra pintó una mosca posada sobre la parte superior de la tela. En El arte de la pintura (1666), Vermeer se pinta a sí mismo de espaldas mientras trabaja en un retrato. Pero quizá la pintura antigua que mejor acusa una intención autorreferencial sea el Autorretrato (1670) de Murillo, en el que vemos al artista sacando una mano por encima del marco, a la vez que dirige al espectador una mirada frontal y reflexiva.


Sin embargo, todos estos precedentes poseen un carácter de excepción y no son necesariamente representativos de las corrientes de su tiempo. Antes bien, el estilo autorreferencial es un estilo genuinamente moderno, ligado a los cuantiosos cambios y renovaciones que se sucedieron en Occidente durante los últimos años del siglo XIX y la primera mitad del XX. Durante esa etapa, las líneas maestras del mundo clásico comenzaban a ceder terreno a las formas y representaciones de la nueva era. Ideas hasta entonces generalizadas como Dios, Historia, Conocimiento o Individuo vieron cómo sus cimientos comenzaban a reformularse y en muchos casos a socavarse. Las escuelas de pensamiento finiseculares venían derivando hacia “un intento de aprehender la realidad desde múltiples puntos de vista, subrayando la imposibilidad de su captación total”, como también harían los pensadores estructuralistas, los pintores cubistas o los poetas imaginistas. En 1930, Kurt Gödel publica sus famosos “Teoremas de incompletitud, inconsistencia e incoherencia”, que asestan un golpe sin precedentes a la supuesta cohesión del pensamiento racional. En el campo de la ciencia, nacen las geometrías no-euclidianas, la Teoría cuántica de las partículas, el relativismo social y epistemológico, Wittgenstein conmociona los Principia Mathematica, Jan Lukiasewicz desmonta el Principio del tercero excluso, mientras que pensadores como Émile Cioran “niegan la posibilidad de exigir un pensamiento capaz de integrar armónica y sistemáticamente el universo”, como a su vez haría la psicología de la Gestalt alemana, o Alfred Binet, que reivindicaba “la pluralidad de conciencias y estratos conscientes e inconscientes que pueden convivir dentro de un individuo”.


Dentro de este magma de convulsión y cambio, el conflicto del yo aparece como objeto central de un nuevo arte marcado por la autocrítica y la reflexión puesta en los aspectos formales. “La doble vía de la persona y el personaje, el turbador cruce entre la realidad y la ficción” pasa a desempeñar un papel de relevancia en la literatura y el teatro, como ejemplifica la novela de Luigi Pirandello, El difunto Matías Pascal (1904), en la que su personaje acaba desdoblándose literalmente en otra persona. Más tarde, en su obra teatral Siete personajes en busca de autor, Pirandello ahondaría en las relaciones inextricables que existen entre creador y obra, entre autor y personaje, realidad y ficción, etc.


La literatura del noveau roman despuntaría precisamente como alternativa a la novela clásica debido a sus esquemas y planteamientos laberínticos, terreno abonado para las autorreferencias, y por su fuerte posicionamiento en torno a la interpretación subjetiva del mundo, la imposibilidad de una realidad objetiva y totalizadora. Pero hubieron otras formas narrativas próximas a una visión reflexiva de la realidad, caso del recurso antiguo del  mise en abyme que vemos en Las mil y una noches, y las novelas calidoscópicas, como la precursora La piedra lunar (1868) de Wilkie Collins, ejemplo victoriano de una historia contada desde la pluralidad de perspectivas, o el famoso cuento del japonés Ryunosuke Akutagawa, En el bosque (1922). Lo mismo ocurre con la novela epistolar, que recurre al juego de perspectivas, en Drácula (1897) de Bram Stoker, La estafeta romántica (1899) de Benito Pérez Galdós, o más recientemente La pesca del salmón en Yemen (2007), en la que su autor Paul Torday sustituye la carta por e-mails y fragmentos de diarios, en una arquitectura coral que resulta tan delirante como inasible a la justa interpretación .

Otros autores se han centrado en la problemática de la identidad desde un punto de vista no menos fragmentario. El detective Jacqes Moran de la novela de Samuel Beckett, Molloy (1951), acabará por transustanciarse y confundirse, en un impensable proceso circular, con el mismo hombre a quien debe encontrar. Las gomas (1952), primera novela de Alain Robbe-Grillet, plantea una investigación policiaca en la que investigador y asesino, realidad e hipótesis terminan siendo una. En La máscara de Dimitiros (1939), el best-selling Eric Ambler narra la escrupulosa, casi quirúrgica investigación tras la pista de Dimitrios Makropoulos, bosquejando los entresijos de la identidad a través de pistas desligadas, fragmentos minúsculos, cabos sueltos y referencias que contribuyen a erigir una imagen indirecta y multiforme del personaje retratado. J. K. Huysmans, William Faulkner o Raymond Roussell practicaron también sus particulares estilos de autorreferencia. Y, retomando el caso de Luigi Pirandello, en el drama titulado Así es (si os parece), dos personajes otorgan diferentes personalidades a un tercero, quien acabará confesando: “Soy aquella que crean que soy.”

Una cuarta corriente de literatura autorreferencial sería la del texto impostado, al que se adscribe el mencionado Elogio de la locura de Erasmo y las obras de Swift, y que posee incontables muestras en la literatura como Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe, Manuscrito encontrado en Zaragoza (1804) de Jan Potocki, numerosos cuentos de Borges y Bioy Casares, Lolita (1955) de Nabokov, y un larguísimo etcétera. Esta tendencia vivió un notable revival durante la primera mitad del siglo XX, lo cual es comprensible ya que desde principios de este siglo las ciencias relacionadas con el historicismo, la hermenéutica y la veracidad histórica eran sometidas a profundas revisiones y relativismo. El pensamiento estructuralista, la "conciencia inmediata" de Joyce o Virginia Woolf, la narración autocrítica en Durrell, Robbe-Grillet, Auerbach, etc, son asimismo variaciones o ahondamientos técnicos sobre el mismo tema de la autoría creadora.

Por último, encontramos el claro sesgo de lo autorreferente en la narración recursiva, en el círculo sin fin de la metaficción. Personajes conscientes de su propia limitación, como los que prefiguraba la escritora británica Mary Ann Evans bajo el seudónimo de George Eliot; diálogos que no avanzan y no llevan a ninguna parte, como los de Ulyses o las novelas de Samuel Beckett, que producen el efecto de detener el tiempo, interrumpiendo, cuestionando la linealidad de la narración. Se busca violentar la atención del lector, forzarle, obligarle a contemplar las vísceras sucias del artefacto narrativo, desvelarle sus secretos más recónditos y primigenios. Lo que antes era mero andamiaje para la novela, privilegio de los secretos demiúrgicos del creador, se convierte con este proceso en objetivo principal de estudio, la forma salta al primer plano, trasladándose a la posición que tradicionalmente se otorgaba al contenido, y viceversa. El discurso que vuelve una y otra vez sobre sí mismo, hasta lo obsesivo, lindando lo enfermizo, como ejemplifica el creciente uso en el siglo XX de la frase subordinada, en verdad una búsqueda velada de lo infinito, en las narraciones de Thomas Bernhard o David Foster Wallace. Las imágenes de Escher, los juegos de perspectiva de Magritte, el expresionismo cinematográfico de Robert Wiene, Jean Cocteau, los planos de referencia proyectados al infinito en Dalí, en Max Ernst, en Frank Lloyd Wright

En este ambiente de desdoblamiento y autorreferencias constantes, de espejos y ambigüedades, se definiría claramente la imagen del antihéroe moderno, en contraposición al héroe clásico: mientras el héroe de la tragedia clásica actuaba en un esquema del mundo organizado y ajeno a él en cuanto que delimitado por el fátum, el destino o la voluntad de los dioses, el héroe de la tragedia moderna es plenamente consciente de los límites y mecanismos que componen ese esquema, y por tanto su acción se convierte en reflexión. La mirada se vuelve entonces sesgada, analítica, oblicua e incluso neurótica, muy lejos de la ilusión de objetividad propia del racionalismo clásico.

Más recientemente, el cine ha absorbido este tipo de dobleces y autorreferencias. En la película de Woody Allen La rosa púrpura del Cairo (1985), un espectador de cine contempla cómo los personajes de la gran pantalla, cansados de su vida en el celuloide, deciden cruzar al mundo real. En Más extraño que la ficción (2006) de Mark Frost, un hombre anodino descubre un buen día que es un personaje creado por una novelista de éxito, quien para más inri vive en la misma realidad que él. En Buscando a Marlowe (1998) de Daniel Pyne, film que recupera el formato documental para contar una historia de ficción (lo que se ha dado en llamar "falso documental" o mockumentary), una pareja de documentalistas emprende un reportaje sobre la vida de dos detectives privados, pero a medida que la historia los envuelve, los propios documentalistas se convierten en personajes de su película, al punto de no saber si el documental cuenta la historia de dos detectives, o bien la historia de dos documentalistas que quieren contar la historia de dos detectives… Otra muestra de género decididamente autorreferencial es el film de Spike Jonze Adaptation (2002), cuyo protagonista es el propio guionista, Charlie Kaufman, y su peripecia es precisamente escribir el guión de la película.


“El arte [moderno] se concentra por entero en sí mismo. Su pureza, su purismo, su radicalidad, consiste en que toma por objeto sus propias formas y las sigue desarrollando hasta sus últimas consecuencias. La realidad ha dejado de ser un punto de referencia para el arte (...)”, escribe Konrad Paul Liessman en Filosofía del arte moderno (1999).


En definitiva, la falta de una perspectiva totalizadora y homogénea, como era el caso de los esquemas clásicos del arte, ha generado como resultado un enigma irresoluble, un continuo vaivén de perspectivas que alcanza toda su fuerza y expresividad en el análisis autorreferencial. Con esta nueva oleada de artistas y pensadores, el modo previo de interrogar al mundo pasa necesariamente por la forma, por el lenguaje. Todo signo remite a otros signos. El lenguaje remite al lenguaje; el arte remite al arte... Ese bucle que se repite hasta el infinito, expresado en las ilustraciones de Escher, en las paradojas de Lewis Carroll, en las repeticiones de Buñuel o las monoprints de Andy Warhol proyectadas hasta la saciedad, nos devuelve nuestra imagen, el eco de nuestras propias palabras, como ocurría en el castillo de Macbeth. Porque, como dijera Gérard de Nerval: “Inventar, en el fondo, es volver a acordarse.”


4 comentarios:

diana dijo...

¡Qué texto tan interesante!.Es todo él un juego de espejos y miradas.Suscribo cuanto en éste se dice.No creo que le sobre o falte nada. Es más, comparto que la epistemología y metafísica han de hacerse necesariament eco de esta disolución del Límite.

Recuerda mucho la historia de la mítica Diana. La imagino salvaje,con su mirada esquiva de virgen buscando a su alrededor la presa; tensando el arco, creyendo que su flecha no la tocará,que surcará limpia el espacio y alcanzará sólo a su amado.Y, luego, finalmente, descubre que es en su corazón donde hizo centro.Que ahí, muy hondo, dibujó el Nombre de su amado y que éste era, a la postre, su propio Nombre.Y así fue como ella vio su rostro..."Soy aquella que crean que soy"

Federico Fernández Giordano dijo...

Gracias Diana, la verdad es que me he quedado sorprendido con esa aportación sobre mitología, me hubiera gustado incluirla en el artículo de haberla tenido presente...
Precisamente anoche había estado trabajando en este artículo, reescribiéndolo para su pronta publicación en una web, y le he añadido un fragmento -muy a pesar de tus amables palabras. Qué le vamos a hacer, siempre estoy retocando mis textos.
Buena correspondencia, se agradecen los comentarios.
Un saludo,
Federico

Jesús dijo...

Muy buen texto. La autorreferencia es un tema que da para mucho. La obra se refiere a "sí misma", el autor se encuentra referido en la obra o la obra comete un bucle como diría Hofsdter (Godel, Esher y Bach). En un dialogo de Don Quijote y Sancho uno pregunta al otro cómo es que el pueblo sabe de sus aventuras, se increpan diciendo que el otro las contó y ante la negación de ambos concluyen que ha de ser "obra de un gran genio" que se entero de las mismas. Cervantes se refiere a si mismo en su obra. En el libro de Hofstadter referido, se habla de un Canon escrito por Bach cuya partitura puede leerse de derecha a izquierda o de izquierda a derecha que el resultado es el mismo, parece también que Bach compuso las partes del Canon en B (Si) A(La) y CH (si bemol, en la notación alemana) es decir la tonalidad del Canon es su mismo apellido.

Federico Fernández Giordano dijo...

Gracias Jesús por tus apreciaciones. En efecto tengo el libro de Hofstadter y lo encuentro apasionante. Otro dato curioso sobre esas notas autorreferentes (B, A, Ch), si mal no recuerdo, es que al parecer fueron las últimas notas que Bach escribió antes de morir. Un saludo cordial,
Federico.