miércoles, 19 de diciembre de 2007

"Thomas Bernhard: el ángel exterminador", por Roberto Fernández Sastre


Son rara avis los escritores que no claudican ante sus propias virtudes intelectuales e ilustradas, a su sentido común, en suma a su académica sensatez -ese valor tan querido y respetado por este mundo intrínsecamente insensato-, cuando han de hacer uso de su voz lisa y llana en entrevistas, colaboraciones, intervenciones públicas y/o declaraciones de toda índole. Entonces, con esa voz ajena a sus facetas creativas, dicen todo o casi todo lo que se espera que digan, y de ese modo –uf, menudo alivio- se instalan en la “normalidad” y nos tranquilizan, aun sin quererlo nos aseguran que pertenecen al mismo mundo que nosotros, mejor dicho, que piensan con los mismos esquemas y jerarquías axiológicas que nosotros, esto es, los mismos esquemas y jerarquías que la sociedad ha internalizado en nosotros. Desde luego nos aburren, porque nos dicen cosas que ya sabemos, aunque no sepamos que las sabemos. Aparte de que ello confirma aquel viejo aserto (“Nunca conozcas a un escritor en persona si quieres que te gusten sus obras”), nos hace echar en falta escritores que no se desdoblen en dos voces, la “normal” y la creadora. Un notable ejemplo de estos creadores superiores es sin duda el austriaco Thomas Bernhard, el último escritor verdaderamente radical que ha dado la cultura occidental. Ahora bien, quien conozca sus novelas y relatos quizá piense que resultaría muy difícil mantener en la vida cotidiana la misma visión extrema expresada en su obra. Sin embargo, en Conversaciones con Thomas Bernhard (Anagrama, 1991), su libro de no-ficción más revelador y aterrador, nos lo confirma con una visceralidad tan alarmante como fecunda, que nos sacude con la fuerza de un tsunami y nos hace reflexionar de verdad.

En sus páginas descubrimos que entre su voz de escritor y su voz lisa y llana no hay diferencia de grado sino de matiz. Bernhard se mueve con soltura y fluidez en el espinoso terreno de las categorías que rozan lo absoluto: su visión del mundo oscila entre el blanco más luminoso (“sin embargo, se es feliz todos los días”) y el negro más sombrío (“como la gente sólo utiliza la boca, tiene encías y mandíbulas desarrolladas, pero en el cerebro nada”), sin detenerse jamás en grises intermedios. Lo que lleva a plantearse la existencia como conflicto irreductible: “Tienes que vivir en una especie de constante relación amor-odio con las cosas. Es como andar por un sendero entre dos precipicios.” Comprender este enfoque de los extremos es fundamental para aproximarse tanto al Bernhard hombre como al Bernhard artista, y él mismo ofrece una posible clave: “Cuando se muere a los 18 o 24 años, bueno, no resulta tan difícil tener personalidad. Las cosas sólo se ponen difíciles luego. Entonces se suele ceder.” En Occidente, el final de la juventud es también el de una visión radical de la vida. Hasta entonces nos asiste un conocimiento intuitivo que permite ver y sentir los grotescos contrastes en que se funda el mundo: todo es blanco o negro. La madurez enseña a percibir los claroscuros y la paleta de grises que supuestamente conforman la vida. Eso nos satisface, más incluso si tal proceso se edulcora con conceptos como sabiduría y experiencia. Y con la paleta de grises llega la hora de aceptar las reglas del juego. Nos refugiamos en el sentido común y consentimos la domesticación y el atontamiento en virtud de intereses muy respetables, cortedad de luces o mero espíritu borreguil.



Pero en cualquier caso, aquel radicalismo esencial de nuestra primera relación con la vida se evapora, o se sublima en construcciones estéticas, o se aliena en radicalismos de pacotilla que el sistema tolera como válvula de seguridad. Pero en ocasiones puede suceder, como es el caso, que alguien diga sencillamente no y se niegue a pagar domesticación a cambio de protección, conservando la capacidad de ver radicalmente: “Ver más significa huir más lejos. Cuanto más clara se vuelve una cosa, tanto más espantosa resulta.” (Bernhard describe el peculiar proceso que le salvó de la domesticación en los seis volúmenes de su autobiografía, publicada en España por Anagrama.)

En este libro de entrevistas Bernhard atenúa la frialdad de sus obras de ficción, su voz adquiere calidez, incluso cierto apasionamiento, y ofrece un testimonio lúcido de su desesperado –y desesperante— esfuerzo por decir la verdad, “probablemente lo único que se puede reflejar” (el esfuerzo, no la verdad). El entrevistador, Kurt Hofmann, tuvo el buen tino de colocarse en un segundo plano y dejar que el entrevistado discurriera espontáneamente por su pensamiento, puntualizando la revulsiva visión expuesta en sus obras y reconstruyendo fragmentariamente su itinerario vital y artístico. Bernhard no habla aquí para agradar ni, como podría sugerir una lectura epidérmica, para escandalizar. Sólo entreabre las puerta de una intimidad preservada celosamente del acoso de los medios de comunicación, y se instala en un espacio que muy pocos tienen capacidad de ocupar: hablar claro, algo que no tiene que ver con la voluntad (o sea, con la sinceridad o el valor de hacerlo), sino con una sensibilidad que no se extravíe en aquellos grises que acaban justificándolo todo. Así, por poner algunos ejemplos ligeros, Thomas Mann “carece de inteligencia y es tonto”, Heidegger es “un tipo imposible, no tiene ritmo ni nada”, y Freud es “un escritor relativamente bueno, es decir, no especialmente bueno”. En calidad de ángel exterminador, Bernhard dedicó su obra a desenmascarar la gran farsa del mundo y a quitar los velos que hacen soportable la existencia, al tiempo que luchaba por salvaguardar su independencia personal y creativa: aislándose por temporadas en Ohlsdorf y en Viena, no contestando al teléfono, huyendo a Portugal y España, rompiendo invitaciones para congresos y demás excrecencias del mundillo literario, siendo muy desagradable con admiradores y detractores, eludiendo a la gente normal y su tontería, detestando a la camarilla de seudointelectuales y seudoartistas, y, en fin, abominando de un orden hipócritamente armonioso. Un arte de salvación personal llevado hasta sus últimas consecuencias, pero a cambio de un brutal desgarro interior: “La verdad es que uno trata con personas que habría que ahuyentar a tiros”, pero sin embargo “no se puede estar solo, realmente no se puede”, y “todo hombre quiere al mismo tiempo participar y que lo dejen en paz”. Bernhard asume así la paradoja esencial del ser humano: sólo se puede ser uno con los otros, lo que significa en la cultura: “Pero tampoco tu protesta sirve de nada si nadie la oye, porque entonces te ahoga.

Bernhard no sólo especuló con la negación total de lo dado, sino que también la asumió como forma de vida sin perder los papeles por el camino. Algunos escritores se han asfixiado con sólo atisbar tal posibilidad (por ejemplo, Sylvia Plath), y los que se han zambullido en ella han acabado inventándose salvoconductos de todas clases. Los ejemplos serían incontables (Huysmans y su cristianismo redentor, Henry Miller y su erotismo-salvación), pero Artaud los resume a todos: aspirante a radical supremo, no lo soportó y tuvo que inventarse sus indígenas mexicanos hasta rendirse a la locura, salida decorosa que el sistema habilita para sus irrecuperables. Bernhard, bastante más inteligente y honesto, no se dejó seducir por paraísos artificiales ni por entelequias esperanzadoras. Se limitó a seguir el árido sendero de la racionalidad crítica y estricta que, como es sabido, revela infaliblemente, además de la fragilidad y extrañeza del hombre en un entorno ajeno y amenazador, la ridiculez de los fantoches y normas de este mundo: por un lado, la naturaleza, ciclo ciego y monstruoso que todo lo engulle, antítesis de la libertad y fuente de locura y suicidio en casi toda la obra bernhardiana; por el otro, la opresión agobiante y destructora de los Estados e instituciones sociales (todas embrutecedoras y siniestras, desde la familia hasta el vecindario rural). En medio de esas fuerzas aniquiladoras, el ser humano, hostigado por su finitud, por la enfermedad y su sed de absoluto, posee un único terreno propiamente suyo: el arte y la palabra. Una franja muy estrecha en la que todos los personajes de Bernhard (y él mismo) se la juegan al todo o nada, generalmente perdiendo pero de todos modos intentándolo una y otra vez.

Para Bernhard, la música era el arte supremo (“escribir prosa tiene que ver siempre con la musicalidad”, “el arte consiste sólo en tocar cada vez mejor el instrumento que se ha elegido”), pero su instrumento fue la palabra, cuyas posibilidades indagó a fondo, y a partir de la novela Helada (1963) fue perfeccionando una poética que, al contrario de la tradicional, no va hacia la musicalidad de las imágenes y las metáforas, lugar ya anquilosado por el lenguaje convencional, sino hacia las ideas y los conceptos, configurando así una genuina música de las ideas. Y al compás envolvente de esa música fue arrancando los mojones con que la insaciable normalidad ha delimitado el pensamiento, ese territorio privilegiado para ejercer la libertad e intentar arañar la verdad, aunque ésta resulte dolorosa y casi siempre insoportable. Y no tuvo reparos en experimentarlo en carne propia.

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