martes, 19 de febrero de 2008

"El libro de Lucrecio", por Ángel J. Pereira


En el año 97 a. C. nace el poeta Tito Lucrecio Caro, el cual, después, trastornado por un bebedizo amatorio, tras haber compuesto a lo largo de los intervalos de la insania algunos libros, que después Cicerón enmendó, se mató por su propia mano en el año 44 de su edad.”

Con esta parquedad descriptiva llegan hasta nuestros días, gracias a una traducción de San Jerónimo, las Crónicas de Eusebio, una de las pocas reseñas biográficas que se conservan del desdichado poeta romano Lucrecio. A pesar de su simpleza, esta referencia nos vale para situar a Lucrecio en una época romana de enorme convulsión (s. I a. C.): resquebrajamiento civil de la República por las contiendas entre Mario y Sila hasta la muerte de Clodio y las posteriores con César, los albores del comienzo del totalitarismo imperial y la consiguiente caída irrefrenable de los valores democráticos republicanos. Una época oscura, violenta y abigarrada la que toca a Lucrecio vivir (y quizá sufrir) y que éste burla para llevar a buen término una de las obras fundamentales de la Antigüedad: De Rerum Natura, quizá la única obra de fe en la razón y la ciencia que nos ha llegado de aquel período. Una obra que es prácticamente única en su especie, pues no existía demasiada tradición latina en la épica didáctica, y mucho menos existía la voluntad lucreciana de crear un tratado científico sobre la base sistemática de un hilo argumental lógico-deductivo que abarcase toda la realidad, es decir, la voluntad de crear un tratado cerrado con aspiración a la totalidad.

Gracias a esta obra podemos deducir que es Lucrecio un gran deudor de la filosofía de Epicuro (considerados sus seguidores sectarios en aquella época) y se especula, sin pruebas fidedignas, que el propio poeta haya viajado a Grecia para cultivarse en el estudio de la filosofía helénica (algo bastante típico entre los patricios romanos) con Zenón, que era quien dirigía la escuela por aquellas fechas. Poco más podemos sonsacar de tan misterioso personaje, lo que quizá lleve a alguno a plantearse la contradictoria pregunta: ¿cómo es posible que uno de los principales arquitectos de la Ciencia antigua permanezca durante siglos en un inexplicable silencio y bajo el manto, prácticamente, del anonimato?

Cualquiera que se atreva a asomarse a la poética científica de Tito Lucrecio encontrará entre sus páginas la respuesta a la lógica de esa duda razonable: no son las enseñanzas de Lucrecio concesivas con la Verdad única transmitida por los filósofos, eruditos y políticos romanos. Más al contrario, está en la voluntad didáctica del poeta latino el levantar el velo de la ignorancia de las masas, busca cortar esa tupida red que interesadamente tejieron los grandes poderes fácticos de la sociedad romana para gobernar a sus huestes bajo el yugo del miedo y la superstición. De esta forma, Lucrecio se desmarca radicalmente, siguiendo la rama negacionista epicúrea, de la ciencia convencional o aristotélica, consensuada hasta entonces por aquellos que tenían en su poder las herramientas del conocimiento. Así se atreve a negar el dualismo del alma platónica (“Ni el árbol en el aire, ni las nubes en el profundo mar, existir pueden (…) tiene lugar cierto cada ser donde crezca y donde exista: no puede el alma así nacer aislada (…) Afirmaremos que no pueden nacer y durar fuera”) y su inmortalidad (“…de cualquier modo el alma puede perecer: no se han cerrado las puertas de la muerte para el alma”), a evitar el pánico mortal a la muerte (“La muerte nada es, ni nos importa, pues es de mortal naturaleza”) y afirmar que es fruto de la ignorancia; a rebelarse contra las deidades y su divina providencia (“Fingen ser ellos obras de los dioses y producción divina todo esto: muy engañados van en su sistema (…) con la vista al cielo comprobarte y con otros fenómenos que el mundo no ha sido por los dioses fabricado pues es tan deficiente e imperfecto”), a explicar la formación del mundo sobre la base de la conjunción de pequeñas partículas denominadas “átomos” (“la extremidad de un átomo es un punto tan pequeño, que escapa a los sentidos, debe sin duda carecer de partes; él es el más pequeño de los cuerpos”) e incluso a criticar la religión y sus crímenes, a través de una analogía de la mitología griega en la que se sacrifica a Ifigenia por una guerra religiosa, para terminar con una alegoría desgraciadamente actual: “¡Tanta maldad persuade el fanatismo!”. En los seis libros de los que consta la magna obra, Tito Lucrecio se encarga de disipar temores nacidos de la ignominiosa superstición, así como tratar de aproximarse al origen de los cuerpos y nuestras sociedades o explicar fenómenos como los rayos, los días y las noches, la agricultura, la música o el lenguaje, todo ello atribuido antiguamente a la voluntad arbitraria de los dioses paganos.

Expuesto a grosso modo el hilo argumental de la épica lucreciana, obtendrá el avispado lector la respuesta a la duda que enunciábamos en líneas anteriores. Lucrecio, como tantos otros infatigables luchadores contra la insidia de su tiempo, permaneció recluido en el rincón de la Historia reservado al silencio; el rincón donde se alojan las verdades incómodas que se anticipan a la evolución del pensamiento en que les toca vivir. Es Tito Lucrecio un hombre solitario, pensador incansable y demente en sus últimos días, el perfecto vocero para anticiparnos el “infierno existencial” sobre el mítico “supraterrenal”: el dolor, la aflicción, el desamparo y el desarraigo no hay que buscarlo atravesando el río Aquerón, sino en las relaciones humanas, en las guerras, en la mentira, en la traición. En sus propias palabras: “Es aquí, en este mundo, donde la vida de los necios se convierte en un verdadero infierno”.


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