lunes, 28 de abril de 2008

The White Stripes y el blues posmoderno


Desde la aparición de sus primeros discos en 1999 y 2001, The White Stripes ha devenido una de las bandas más populares de la escena musical contemporánea. Sin embargo, en este artículo no queremos centrarnos en las cualidades que han hecho de los Stripes un fenómeno de súper-ventas internacional, o como mínimo un fenómeno destacado entre la turba de jóvenes consumidores de rock alternativo bajo todas sus formas. Tampoco vamos a ocuparnos de reseñar u opinar sobre sus postreros trabajos, ya que éstos no podrían encasillarse de forma tan clara en ese aspecto que es la mejor y más original aportación de sus obras debut, es decir, su explícito acercamiento a la música blues y la tratativa de cierta renovación dentro de un género que invariablemente se resiste al paso del tiempo y que, a día de hoy, sigue dando muestras de vitalidad. Y es que este carismático dúo de Detroit esconde tras su envoltorio, por lo demás juvenil y mercantilizado, un planteamiento musical que acaso sea más reflexivo de lo que parece, y por el que su música supone no sólo un feliz torrente de composiciones originales, sino también un giro o tendencia hacia lo que podríamos llamar una cierta posmodernidad dentro de la evolución de la música blues.

Desde el replanteamiento que supuso el punk y las corrientes denominadas post-punk (corrientes que tal vez hayan resultado positivamente más productivas que su epígono original), la música rock sufrió una importante modificación técnica: desde principios de los 70, pasando por los 80 y entrando de lleno en la década de los 90, las nuevas bandas parecen reticentes a la sofisticación técnica característica de los estandartes del rock al uso como Led Zeppelin, King Crimson, Jethro Tull, etc, en lo que ha sido una progresiva inversión o distanciamiento del virtuosismo y las posibilidades técnicas de individualidades prodigiosas. Por el contrario, el post-punk y el grunge, herederos destacados del sonido llamado “garaje”, prefieren explorar los terrenos anímicos de ritmos contundentes y esquemas reducidos, en prior de una sencillez que busca su aliento en la autenticidad y la pureza de sonidos, hecho que podría equipararse a una especie de “Reforma del rock”. Este fenómeno ha despertado las reservas de puristas y academicistas del género, y es cierto que su legado no ha supuesto una superación efectiva de los fundamentos establecidos durante los años 60-70 por los patriarcas absolutos del rock, pero no obstante los tiempos cambian, y el rock también cambia.

Los dos álbumes debut de los Stripes, The White Stripes y DeStijl respectivamente, obras que parecen sacadas de la misma sesión de grabación, beben directamente de la reforma musical antes mencionada, pero asimismo poseen un rasgo que los hace sumamente interesantes no sólo para los nuevos y en ocasiones descerebrados fans del punk-rock, indie y similares, sino para cualquier amante del rock tradicional, y es que ambos discos son un patente tributo al blues. El blues, uno de los puntales que componen la matriz musical del siglo XX junto al jazz y el rock’n’roll, es el auténtico espíritu de una obra eminentemente posmoderna como son estos discos de los Stripes. Un tributo, para más inri, a la faceta más primitiva y vetusta del blues, aquella que, como en el caso de autores post-punk al estilo de Lou Reed, Nick Cave o PJ Harvey, ponía el acento en la afectación del hombre solitario, una guitarra azarosamente rasgueada y la morosidad de arreglos u ornamentos. Signos evidentes de esta recuperación del blues de la mano de los Stripes son la adaptación del clásico de Robert Johnson, “Stop breaking down”; la versión “Death letter” de Son House, y “St. James Infirmary blues” de J. Primrose; el abuso de guitarra slide y el acuso de sonoridades típicas de dicho género en temas como “Little bird”, “Sister, do you know my name?”, “A boy’s best friend”, etc… O menos explícitos en ocasiones, como el estribillo del tema “Cannon”, que clama a John The Revelator, uno de los padres del folk blues. El primer disco de los Stripes está dedicado a Son House, y el segundo a Blind Willie MacTell, otro bluesman a quien rinden homenaje con la versión folk-tune de “Your southern can is mine”.

Por otro lado hay que resaltar la influencia del rock de sesgo más tradicional en la obra de los Stripes. Amén de la consabida deuda que todas las bandas de rock-garaje parecen haber contraído con los Stooges de Iggy Pop, así como de toda una estela de bandas que asimismo han integrado o tendido un puente de transición entre el sonido garaje de los 80 y los géneros tradicionales como el blues y el rock, hallándose estos últimos en proceso de desintegración a finales de los 70, dando lugar a bandas más o menos minoritarias como The Gun Club, The Beat Farmers, The Fleshtones, The Cramps, etc, y que podrían representar antecedentes de esa fusión entre tradición y ruptura, la concepción armónica y vocal de los Stripes posee también retazos de los Rolling Stones de los 70, el capitán Beefheart, y por supuesto Bob Dylan, cuya canción “One more cup of coffee” versionan en el primer disco (sin ir más lejos, la utilización y sonoridad del piano que los Stripes incluyen en sus composiciones más reposadas me recuerda poderosamente al piano de “Ballad of a thin man”…). No es descabellado decir que los White Stripes, al igual que otras bandas contemporáneas cultoras de la misma estela como los también norteamericanos The Black Keys o Soledad Brothers, plantean una concepción musical semejante al Dylan de “Subterranean homesick blues” y sus obras eléctricas de 1965, en las que, como hemos señalado anteriormente, la concepción del rock barroco y estilizado se invierte por la de un sonido minimalista que reduce los elementos técnicos a su menor exponente: emoción y palabra.


Es obvio que nadie buscará en los White Stripes la cúspide del genio academicista al que estamos acostumbrados desde los tiempos del proteico Mozart, pero ésa parece ser precisamente la intención de estos dos músicos de, como mínimo, cuestionable habilidad técnica. La desaguisada y comúnmente desafinada voz de Jack White es una clara muestra de ello, por no hablar de la ejecución impensable de Meg White a la batería, que en ocasiones llega a servirse sólo de bombo y platillo… La sola propuesta de un grupo compuesto únicamente por guitarra, voz y batería, como es el caso de los Stripes, parece ir contra toda convención o sentido común musical, especialmente en un terreno tan abigarrado, tendente al refinamiento y obsesionado con la originalidad como es el rock moderno. Sin embargo, esta digresión técnica esconde un profundo esquematismo del género rock que merece toda nuestra atención. Los temas de los Stripes son esqueletos desnudos de lo que, en manos de una banda convencional, probablemente serían portentosas composiciones de estruendosos acordes y grandilocuentes atmósferas melancólicas. Ellos no; los Stripes prefieren ofrecer un bosquejo, un dibujo deliberadamente deslavazado de canciones que reúnen las mejores cualidades de la tradición rock (y es que, si bien la complejidad técnica hace tiempo que rompió sus relaciones con la música de masas, los Stripes aún practican el viejo gusto por la “canción” pura y simple).

En definitiva, los White Stripes son un vivo exponente de la cultura pop de principios del siglo XXI, así como uno de los más controvertidos ejemplos de la música tradicional americana. Su escucha puede que deje indiferentes a aquellos oídos refinados y habituados a las exquisiteces del tecnicismo, pero eso no quita que algunos aún podamos desconectar por un rato nuestra mens rationalis para disfrutar, sin rubor y sin complejos añadidos, de una música cuya efectividad emocional es directamente proporcional a su sencillez, a su absoluta e inusual inocencia, en el sentido de que carece por completo de pretensiones, huye de los alardes y la sofisticación, para consolidar un inesperado por cuanto que honesto y directo discurso de integridad musical.

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