miércoles, 27 de mayo de 2009

Run, Johnny, run...


Artículo aparecido en el nº 105 de la revista digital Luke.


El pasado 27 de enero falleció el fenomenal autor de Corre conejo (1960) y la saga de su personaje, Harry "Conejo" Angstrom, quien fuera inventor de la famosa escapada a comprar tabaco para nunca volver…

Nos referimos, claro está, a John Hoyer Updike (1932-2009), uno de los últimos supervivientes de aquella generación de autores norteamericanos que florecieron durante los años de posguerra y que contribuyeron al desarrollo literario del siglo XX a partir de una manera genuina de ver el mundo, y en consecuencia una manera genuina de escribir el mundo. Una de las más notables cualidades de estos autores radicaba seguramente en el hecho de que supieron tomarle el pulso al enloquecimiento creciente de la sociedad en la que vivían, desde los maridajes entre guionistas/novelistas de Hollywood, la novela negra y policiaca, la escuela de Chicago y de Nueva York, la novela del Sur, la beat generation, el renacimiento de autores judíos, las técnicas cinematográficas, las vanguardias, los escritores afroamericanos, al auge del thriller o la reinvención del best-seller. Entre todo ese magma, Updike supo buscarse un lugar propio gracias a la agilidad de su estilo, al cinismo soterrado que impregna sus historias y personajes, así como a la mirada limpia y penetrante que, como si de cargas de profundidad se tratase, aparece como un rasgo propio de los retratistas consumados.

Updike provenía de una familia humilde del campo que padeció tiempos de auténtica penuria durante la Gran Depresión. Despunta como dibujante precoz a la edad de cinco años, y a los ocho emprende su primera novela, tal vez alentado por el entorno familiar ya que el padre de Updike era profesor y su madre una mujer cultivada que llegó a publicar algunos cuentos tras el éxito de su hijo. Tras conseguir una beca en Harvard y contraer matrimonio con una estudiante de Bellas Artes, recaló en un merecido puesto como redactor en el New Yorker. Desde entonces, su labor literaria es incesante, publicando centenares de cuentos y narraciones, así como 22 novelas en su haber. Dos de ellas (Conejo es rico -1981- y Conejo en paz -1991) le valieron sendos premios Pulitzer, e incluso fue llevado al cine de los grandes taquillazos con su novela Las brujas de Eastwick (1984).

De este modo, Updike entra a formar parte junto a James Cheever y James Farl Powers de la llamada "nueva novela tradicional", la novela de la costa Este, amén de esa escuela de talentos que se dieron a conocer entre las páginas del mencionado New Yorker, auténtica cantera de novelistas de la que han salido autores como J.D. Salinger, Philip Roth, John O'Hara o Truman Capote, y que hasta hoy sigue dando sus frutos.

Lo que siempre me gustó de Updike es su velocidad, su ritmo y agilidad en las narraciones, las cuales, al igual que su personaje Harry Conejo o como en un vertiginoso tempo de be-bop, parecen siempre correr, escapar hacia delante aunque eso sí mirando hacia los lados, pues la obra de Updike es también un buen panorama de los seres humanos, a los cuales retrata con humor y acidez a partes iguales, con esa hábil mezcla de mirada crítica y ternura que lo define.

Los temas de Updike son el desencanto, las relaciones conyugales, la subordinación de la existencia a satisfacciones físicas permanentes, el erotismo, las pulsiones secretas que dan lugar a comportamientos tipo válvula de escape como es el de Harry Conejo, quien, según Marc Saporta, "contenía con dificultad su necesidad incoercible de fugarse, de escapar dejando plantada a su mujer, símbolo de todas las dificultades de la existencia".

Sus novelas son amenas, incluso fáciles de leer debido al prodigioso dominio del ritmo que antes mencionaba, pero también constituyen una radiografía corrosiva del hombre y las costumbres contemporáneas. Lejos de glorificar o justificar los actos de sus personajes, es precisamente su sinrazón, su carencia de motivaciones altruistas o dignificantes lo que más los vuelve cercanos y reconocibles, todos imperfectos y al borde del patetismo si no fuera porque más de uno se reconocerá al mirarse en ellos.

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