sábado, 22 de diciembre de 2012

El sueño de Monk


Artículo publicado en El País Cultural de Montevideo, el 23/11/2012, con el título "El sueño de Thelonious Monk"

El pasado 10 de octubre se cumplieron 95 años del nacimiento de Thelonious Monk (1917-1982). Buena parte de nuestra intelligentsia más esnob, que se llena la boca con las variaciones Goldberg o la música de John Coltrane, ignora por completo la intensa modernidad que se escondía tras el pianista más venerado por los músicos de jazz, aquellos que se reunían para escucharle y tocar en el mítico Minton’s House, el club de Harlem donde se cocinaba la verdadera vanguardia del jazz de los años cuarenta, mientras el público blanco temblaba encandilado por las luces de pirotecnia mainstream de la Calle 52. Autodidacta y fogueado en las técnicas del piano stride, Monk perfeccionaría al límite su habilidad para el discurso interno, que gira en torno a la idea (y la praxis) de su tempo interno. El estilo de Monk alcanzó la madurez muy pronto, apenas se modificó desde sus primeras grabaciones, pero es posible constatar una evolución hacia un tipo de estética casi inasequible desde el análisis convencional de la improvisación. Un discurso que se sirve de alusiones, de silencios, de lo que Davis y Coltrane denominaban “acordes sugeridos”, de melodías circulares, dislocaciones, quiasmos, modificaciones de los patrones lógicos de armonía, etc. Hay en ese discurso aparentemente fragmentario o deconstructivo una lúcida coherencia unitaria, una voz personal que actúa a un tiempo como elemento desestabilizante y cohesionante dentro de las vertientes fundamentales del jazz: tradición y renovación. Todo lo cual confiere a la figura de Monk un lugar único en la evolución de dicho género musical, amén de un paradigma estético por completo original cuyas implicaciones podrían seguirse en los campos más diversos de la actividad intelectual.

Durante sus primeros años en Nueva York, Miles Davis se dejaba caer por el Minton’s House a la búsqueda de sus admirados Dizzy Gillespie y Charlie Parker, y no tardó en trabar contacto con el pianista, a quien más tarde señalaría como una de sus mayores influencias. La relación entre ambos debió de ser lo más parecido a la del aprendiz y el monje shaolin. Davis solía tocar su adaptación de “Round Midnight”, pieza capital de Monk, y siempre esperaba la aprobación del maestro con expectación. “No la has tocado correctamente”, decía Monk cada vez. O: “Ésa no es la manera de tocarla.” Davis se exasperaba y se debatía, hasta que por fin una noche el pianista le dio su asentimiento. Monk era un hombre reconcentrado, en extremo huraño y reservado, y lo mismo podía decirse de Davis. Pero ahí no acabaría la relación entre los dos: en 1954 se reunieron por primera y última vez en un estudio, para grabar la que sería una de las obras más singulares de la música contemporánea. Recogida en distintas ediciones, dos de ellas: Thelonious Monk: The Complete Prestige Records, y Miles Davis Vs. Thelonious Monk, cuyo sugerente título no resulta gratuito en absoluto, como tampoco la foto de portada elegida para la ocasión, en la que vemos a Davis en camiseta de tirantes, sudoroso y con aspecto exhausto. Davis era aficionado al boxeo, y se tomó aquellas sesiones con Monk literalmente como un combate. En la toma #2 del clásico de Gershwin, “The Man I Love”, ocurre uno de los momentos mágicos de la historia del jazz: Monk amaga, espera, se demora en un silencio interminable. Davis, desesperado, acude con un golpe por el flanco, pero Monk lo ataja como a un corderito. Había que ser un músico de otra especie para adaptarse a los espacios y dislocaciones de Monk; “era imposible levantarle la mano a Monk” –comentaría Davis-, “si intentabas hacerle un quiebro o lanzarle un upper, con un solo dedo volvía a ponerte en tu sitio”. A lo largo del disco escuchamos a Monk en su mejor estado de forma, con sus extraños fraseos y espacios, y los esfuerzos de Davis, que brilla con autoridad propia, por hacerse valer en tan excepcional encuentro. Los dos pesos pesados apenas se pisan en esa sesión, y el xilofonista Milt Jackson tuvo que hacer de árbitro mediador entre ambos, aprovechando para introducir largos solos, todo lo cual podría resultar decepcionante al oyente que esperara encontrar un choque de titanes; Monk y Davis juegan a un lenguaje de correspondencias, de prudentes estrategias en la distancia, sin llegar al enfrentamiento directo, y eso hace que los pocos momentos cuerpo a cuerpo saquen verdaderas chispas de genialidad.


Con sus melodías circulares, con sus meditados silencios, Monk tenía la capacidad de abrir pequeños portales al infinito, o a la nada. Su manera de sentarse en la banqueta, la tensión acumulada sobre los hombros, la relación tan física de acercarse al piano como si tratara de violentarlo para descubrir nuevas sonoridades allí escondidas, todo en ello denotaba una perpetua batalla contra sí mismo, y por extensión contra los cánones de lo musical. Tras el aparente padecimiento físico se escondía una auténtica exploración de los límites; hay en Monk una aproximación a “lo desconocido” semejante a la del Coltrane de los últimos años. Su capacidad para situar los espacios dentro de la arquitectura de la improvisación responde a un hecho de la lógica interna, y que tiene que ver con la estética, pero también con un novedoso dinamismo de equilibrios y métrica. Una lógica alternativa como mecanismo por el que evadir la armonía convencional. La necesidad de abrir los límites de la racionalidad, presente en el espíritu del arte del siglo XX, responde a la misma idea que llevó a los músicos de jazz hacia la liberación total, a los dadaístas, o a la vanguardia abstracta de la música clásica como la entendieron Schoenberg y Alban Berg. Pero, si bien esa lógica interna se encuentra a la perfección en Monk y Coltrane, es cuestionable poder hallarla en Ornette Coleman, el creador del free-jazz. El “salvajismo” perpetrado por Ornette y sus compinches escapaba por el camino fácil, era irracionalidad pura, delirio místico o extasi, y por tanto incapaz de una verdadera modificación interna.


The London Collection (1971) supuso el punto final a la carrera musical de Monk, antes de abandonar el piano definitivamente a mediados de los setenta, y es tal vez su mayor cima como músico de jazz e intérprete de sus propias canciones. A pesar de ser más reconocido por su faceta de compositor, Monk apenas varió su repertorio de originales desde su primer disco en estudio (Genius of modern music, 1947), y es en la peculiaridad de su ejecución donde debe buscarse la última y más escondida valía de su obra. Las reinterpretaciones recogidas en The London Collection de “Evidence” o “Misterioso” destilan lo mejor de su lírica de claroscuros, y encontramos una de sus mejores características, la estructura melódica circular, en las dos baladas del disco. “Ruby My Dear” parece describir un infierno infinito, regresando obsesivamente al motivo central, el círculo de la memoria y el sentimiento, ruinas circulares o perpetuación del deseo, bucle posmoderno por el que el oyente encuentra su condena, pero también su salvación, en una construcción que nos redime con su magnífica belleza. Ninguno de los temas era nuevo, pero aportaban a las viejas tonadas de Monk un aire excepcional, a pesar de los crecientes problemas de salud psíquica que señalaron su descenso al abismo. Mientras que Coltrane buscó su particular superación de los límites a través de la música monocromática o las posibilidades del free-jazz, Monk inició la andadura por un terreno solitario, que nadie más aparte de él había explorado. Punto límite, culminación asombrosa o círculo perfecto, el suyo es el mejor de los círculos perfectos, porque es aquel que no se cierra total o limpiamente, sino que expresa los renglones torcidos de una brecha irreparable.

martes, 18 de septiembre de 2012

BLIND WILLIE McTELL - Historia de una elegía


Artículo publicado en el monográfico especial dedicado a Bob Dylan en El País Cultural de Montevideo, el 14/9/2012.

Todavía constituye un misterio por qué Bob Dylan decidió descartar “Blind Willie McTell” de las grabaciones de su disco Infidels (1983). Finalmente apareció en las Bootleg Series de 1991, pero ya desde antes se había convertido en una de las mejores composiciones de Dylan, o como mínimo, uno de los más trascendentales y sentidos homenajes al blues que se hayan hecho.

“Blind Willie McTell” fue escrita en memoria del conocido padre del folk-blues del cual toma su nombre, guitarrista ciego (o casi ciego) originario de Georgia, y que se hizo conocido tocando por las calles de Atlanta, dando lugar a un cúmulo de leyendas surgidas de quienes habían tenido la suerte de encontrarlo. Para muchos, Willie era el rey. Virtuoso del finger-picking, Willie McTell se movía con derecho propio en el llamado estilo Piedmont, el blues al este de las montañas Apalaches, de donde nacería una larga tradición de songsters con una variedad de repertorio compuesto de canciones populares, tonadas que eran aprendidas de memoria, con fuerte influencia del ragtime y otros estilos como el blues rural o down home blues.

Pero detengámonos en la genealogía de “Blind Willie McTell”. Dylan utilizó la estructura armónica de “St. James Infirmary Blues”, algo que no sólo es costumbre perfectamente legítima en la evolución de los estándares del blues, sino que representa un acto puro de tradición musical. Cantar “St. James Infirmary Blues” es cantar sobre la génesis del blues, es cantar sobre su ADN, el tuétano mismo de aquello que llamamos blues. Es tocar con los dedos un panteón inconmensurable de tradiciones étnicas y culturales que se pierden en los tiempos. Su origen, como el de muchos otros estándares, se remonta a mediados del siglo XIX y suele atribuirse a una canción folclórica británica llamada “The Unfortunate Rake”, pero existieron numerosas variaciones y/o adaptaciones, como “The Young Sailor Cut Down His Prime”, o “Streets Of Laredo”, todas ellas de un marcado regusto de las islas. El protagonista de la canción es un viajero que dilapida su dinero en prostitutas, contrayendo una fatal enfermedad venérea. Ciertas trazas de moralidad protestante son palpables en el texto. En algún momento la canción cruza el Atlántico, y es con probabilidad en las ciudades de Memphis o Nueva Orleáns donde el infortunado navegante adopta el hábito del alcohol y el juego, temas comunes en la música criolla de las metrópolis a finales del XIX. Vemos esta influencia cosmopolita en la versión de “Gambler’s Blues”, otra de las variaciones de “St. James Infirmary Blues” en la que apenas se sustituyen algunos versos del texto, dejando intacta la estructura armónica “original”. Mismo caso de Willie McTell y su particular adaptación del tema, que titularía “Dying Crapshooter’s Blues”. No obstante, la versión más popularizada de “St. James Infirmary Blues” nos habla de un asunto bien distinto, sobre el lamento de un hombre que acude al hospital St. James (antiguo hospital de Londres donde se trataba a los enfermos de lepra) y encuentra a su chica muerta. Las primeras versiones tienen todo el sabor de las marchas fúnebres, tan populares en las exequias de Nueva Orleáns. Y de Nueva Orleáns provenía también Louis Armstrong, a quien debemos una cantidad ingente de versiones de “St. James Infirmary Blues”, entre ellas una inigualable elegía a tempo lento que prefigura el blues grave y reposado que luego sobrevendría con los músicos eléctricos, en piezas como "Double Trouble", o "Tin Pan Alley" de Stevie Ray Vaughan. La indisoluble relación entre jazz y blues dio lugar a una profusión de adaptaciones que se sucederían con el tiempo, desde las más primitivas de autores como Cab Calloway, Muggsy Spanier, los bluesmen Alan Lomax y Josh White, orquestistas como Henry Red Allen y Duke Ellington, pasando por las adaptaciones blancas del show de Bing Crosby, una errática alusión de The Doors en su directo de Boston 70’, Joe Cocker, o más recientemente The White Stripes, cuya versión de “Your Southern Can Is Mine” también recoge trazas de la adaptación de Willie McTell, o la que Van Morrison grabó en 2003 para el álbum What’s Wrong With This Picture?


Pero volviendo a la canción de Dylan, cabe apuntar unas líneas sobre una de las mejores versiones que se hayan interpretado, cortesía del guitarrista Mick Taylor. Aparte del mencionado Infidels, Taylor también colaboró con Dylan en el imprescindible directo Real Live (1984). Tras integrar los Bluesbreakers de John Mayall y su paso meteórico por los Rolling Stones en su época dorada (1969-1974), el músico británico ha hecho gala de una modesta carrera en solitario, en general poco satisfactoria, pero manteniendo el tipo como excelso guitarrista y maestro del slide. En el que seguramente es su mejor trabajo en solitario (A Stone’s Throw, 2000), Taylor alcanza cotas de madurez y sabiduría guitarrística que sólo son accesibles para unos pocos privilegiados, aquellos que han pasado una vida entera investigando y amando el instrumento de seis cuerdas. Cierra el disco esta verdadera joya, impresionante versión eléctrica de “Blind Willie McTell”. La versión de Taylor es, desde los primeros acordes de piano hasta el final en difuminado, un auténtico viaje de largo recorrido que se inicia en los orígenes mismos del blues para finalizar en la apoteosis eléctrica de su guitarra slide enjundiosa y elegante como pocas, y, como en este caso, capaz de un sentido poético que sin llegar al virtuosismo de artificio roza el preciosismo. Es una pena que Taylor no se tome más en serio sus trabajos de estudio, porque parece indudable que podría darnos mucho de sí, si no fuera víctima de la desgana o apatía que lo viene aquejando las últimas décadas.

Dylan tampoco prestó nunca especial atención a su “Blind Willie McTell”, cuya grabación corrió a cargo del propio Dylan al piano y Mark Knopfler a la guitarra acústica, que aporta un aire medieval a su ejecución. Según contaría Dylan para la revista Rolling Stone en 2006, decidió reeditar la canción después de haber escuchado la versión que The Band estaba tocando en algunos directos. “Más bien era una demo –declara--, probablemente enseñando a los músicos cómo se debía hacer. Nunca fue completada, nunca estuve por ahí para completarla. No debía de haber alguna otra razón para descartarla del disco. Es como tomar una pintura de Monet o de Picasso, ir a sus casas y mirar una pintura a medio terminar y venderla a la gente que son seguidores de Picasso.” Con el tiempo, muchos han coincidido en que es una de sus mejores tonadas, destila la brillantez del mejor Dylan lírico, con esas largas progresiones de acordes que tanto gustan al compositor de Minnesota, y el ineludible homenaje al padre del folk-blues.

Como fuere, la canción a medias de Dylan, el ciego Willie McTell, el blues de St. James Infirmary, y por último la sublime adaptación de Taylor, conforman un núcleo de asombrosa inspiración allí donde había el lamento harapiento de un navegante borrachín; transportan de un plumazo la imaginación, así como al oyente despierto, a paisajes de colorido musical que nos hablan de extinción, de soledad, de trovadores en el desierto, de apostasías en la égida del nuevo mundo (“From New Orleans to Jerusalem”), de mujeres bebedoras de whisky, de esclavos y plantaciones y gitanos, de poderosos avariciosos y corruptos (“But power and greed and corruptible seed / Seem to be all that there is”). En definitiva, de resignación y pena por un mundo vil.

Blind Willie McTell vivió los últimos días en la indigencia, y murió víctima de una paliza a manos de unos desaprensivos que le robaron la guitarra. Su destino lo equipara sin ambages a la historia fatídica de los artistas errantes o malogrados, como la del propio Beethoven, que acabaría arruinado y olvidado de sus mecenas y su público. Hay en todo ello una inquietante enseñanza, que no ha lugar aquí para analizar, pero que tal vez sea una de las mejores enseñanzas que nos cuenta Dylan así como los viejos bluesmen, en ésta y muchas otras canciones del imaginario popular. Sólo es preciso escuchar con atención, y detener este mundo loco por unos instantes.

jueves, 2 de agosto de 2012

Taxonomía de un almuerzo



"Mi padre sabe comer. No quiere que le atosiguen. Se sienta a la mesa. Se mete la punta de la servilleta detrás de la corbata. Asienta en la mesa las palmas de las manos, a derecha e izquierda junto al plato, a derecha e izquierda junto al cuchillo y el tenedor. Levanta un poco el trasero de la silla. Se inclina encima de la mesa, de modo que la servilleta le cuelga en el plato vacío, y así inspecciona lo que hay en las fuentes. Luego hunde el trasero en la silla. Luego empieza. Se sirve con el tenedor de servirse, tenedor tras tenedor, cucharada tras cucharada, hasta que tiene en el plato un gran montón. Y mientras mi madre me sirve a mí, un montón que cabría varias veces dentro del montón de mi padre, mi padre aplasta con el tenedor las verduras con las patatas, mi padre despedaza con el cuchillo la carne a grandes pedazos, y con la cuchara de la salsa vierte salsa por todo aquello. Y mientras mi madre aplasta mi montoncito, despedaza mi carne a pedacitos y lo riega todo con salsa, mi padre empieza a comer. Con el vientre toca al borde de la mesa. Los muslos se le separan tanto, que una cabeza cabría entre ellos. Las piernas se le abrazan a las patas de la silla. Se lleva a la boca tenedores bien rellenos, y mastica con mucho cuidado, mirando a la raya medianera en la cabeza de mi madre que se está sirviendo a sí misma, un montón que cabría varias veces dentro de mi montón. Agachando la cabeza, está sentada frente a mi padre. Y mientras mastica todavía, mi padre sostiene preparado el siguiente tenedor bien lleno, a la altura de la boca, con las puntas tan cerca de los labios que me da miedo que se haga daño."

Gisela Elsner; "Los enanos gigantes"; 1964.

jueves, 19 de julio de 2012

"Incendiar la lengua": Manifiestos Vanguardistas latinoamericanos



Reseña publicada en El País Cultural de Montevideo el 6 de Julio de 2012

Filippo Tommaso Marinetti, a quien se atribuye la creación del primer manifiesto vanguardista, soñaba los canales de Venecia inundados con los cadáveres putrefactos del arte clásico, las bibliotecas calcinadas, los museos tomados al asalto por huestes de jóvenes artistas. Comparado con el ataque definitivo de Marinetti y los que luego vinieron, el fenómeno de la contracultura punk fue un juego para adolescentes. La consigna "No Future" popularizada por el grupo británico Sex Pistols parece un pálido anacronismo frente al "Détruire le futur" de Francis Picabia, inscrito en 1919 en uno de sus lienzos. Antes de eso, el modelo inaugural del Manifiesto futurista sentó las bases de un estilo literario por completo novedoso, el estilo del manifiesto por excelencia. Otro panfleto fundacional, el del pintor Gustave Courbet, era deudor del famoso texto redactado por Marx y Engels en 1848. Pero más que eso: la renovación del lenguaje nacida de los manifiestos es uno de los mejores aportes a la literatura universal. Es un estilo literario en sí mismo, estilo que disuelve de manera irrevocable las fronteras entre lenguaje y sentido, alejándose de la representación, erigiéndose como entidad autosuficiente y generadora de imágenes.

LIBERTAD DE LA LENGUA. Éste y no otro era el propósito del chileno Vicente Huidobro al idear su Creacionismo, recogido, entre otros, en el libro Manifiestos vanguardistas (Editorial Barataria, Barcelona, 2011), que acomete la tarea de reunir a las más importantes vanguardias latinoamericanas. Son dignos de encomio el trabajo de la editora Carola Moreno y de la antologista Claudia Apablaza (Chile, 1978, afincada en Barcelona), así como el estudio a modo de prólogo del escritor Jordi Corominas i Julián (Barcelona, 1979). La perspectiva eurocentrista en todo lo referente a la cultura americana es una vieja antinomia de la que no se salvan las mentes más preclaras, pese a lo cual el prólogo de Corominas i Julián destila lo mejor de su devoción por la materia, y lo mejor de sí también como autor, pues su propio estilo es ejemplar del estilo literario del manifiesto. Los propósitos regeneracionales de las vanguardias tienen hoy (o deberían tenerla) más vigencia que nunca. No tanto por la aniquilación frontal del pasado, sino por el afán de renovación que latía al centro de su lenguaje, la concepción de una poética al servicio de la creatividad (Rimbaud, en su "Carta del vidente", afirmaba poder ver con absoluta nitidez una mezquita en lugar de una fábrica) y la transvaloración de un mundo agostado hasta la extenuación.

El marco de las vanguardias latinoamericanas resultaría uno de los más apropiados para la renovación del lenguaje, debido a un rasgo inherente que no se encuentra en otros territorios de habla hispana, y que es su sentido para la libertad gramatical, seguramente uno de los mayores hallazgos de nuestra literatura. Para el escritor uruguayo Roberto Fernández Sastre, un Cortázar o un Cabrera Infante jamás hubieran sido posibles en el hábitat de una lingüística cerril y acartonada como es la que viene sosteniendo a capa y espada la Real Academia de la lengua española. La misma afirmación podrían suscribir los integrantes de la Anti-Academia nicaragüense, o del Atalayismo de Puerto Rico, recogidos en este libro. Libre de ataduras y servilismos, libre del yugo categórico de un círculo de sabios encaramados a sus púlpitos de conservadurismo decrépito, de Hermosillo a Chetumal, de Managua a Tobago, de Trujillo a Río Grande, de San Lorenzo a Mendoza y de Nogales a Viedma, el continente ha sido actor principal de una renovación sin parangón en la historia de las lenguas, y que encontramos de forma palmaria entre los textos reunidos en Manifiestos vanguardistas.

RADICALISMOS. Vemos esa fertilidad de la gramática, el incendiario uso de la lengua al servicio de la imaginación, en el movimiento chileno Rosa Náutica, en el Estridentismo de Manuel Maples Arce y Salvador Gallardo, con sus entusiastas arengas a la quema y la veneración del automóvil: Chopin a la silla eléctrica. La furia contra toda lógica de la tradición en el Euforismo de Vicente Palés Matos; la búsqueda constante de parcelas nuevas en el Ultraísmo, firmado por un sorprendentemente moderno y modernizante Borges; en el neodadaísta manifiesto Agú, en el grupo colombiano Los Nuevos. César Vallejo y su Nueva Poesía. El Panedismo y el Pancalismo de Luis Llorens Torres. El Vedrinismo del dominicano Otilio Vigil Díaz.

El ecuatoriano José Antonio Falconi y su Arte Poética Nº 2. De nuevo Borges coadyuvado por primeras espadas de Europa como Valle Inclán, Ramón Gómez de la Serna, Juan Ramón Jiménez. Mismo caso del Estridentismo que cuenta con Blaise Cendrars, Joan Salvat-Papasseit, Georges Braque. Los trasvases del viejo al nuevo continente se suceden. Otros radicalizan su postura reivindicativa por una modernidad racial o nacionalista, la Antropofagia brasileña, el Afrocubanismo, el Afroantillismo o la Negritud de Aimé Césaire.

En definitiva, un compendio nada desdeñable de textos genuinos y abrasivos que estimulan nuestra imaginación, y que habría de tenerse en cuenta en las postrimerías de esta época olvidadiza y proclive a la mansedumbre, donde las ideas han perdido, o se les reconoce muy raramente, la cualidad de trastocar de manera fehaciente la realidad. Si bien es cierto que los futuristas inauguraron el género, que los dadaístas lo perfeccionaron y lo colocaron en el epicentro de su plan maestro, y que en el ínterin muchos otros vieron la luz con mayor o menor apego a lo teórico, todos ellos compartieron un mismo auge de eclosión interior que los hermanará por siempre con la historia de la demolición y reconstrucción de las ideas, la historia de la renovación humana.

Los manifiestos latinoamericanos recogieron el testimonio de una hecatombe vital que aún hoy golpea con insistente fuerza en nuestras narices, pidiendo a gritos el desmantelamiento calculado y preciso de todo aquello que, en otros tiempos, llamaban cultura con mayúscula.

jueves, 12 de julio de 2012

"El legendario Robert Johnson", por Jonio González (Parte 3 de 3)


Tras la última sesión de grabación, el guitarrista recorre Texas con su inseparable Johnny Shines, tocando en bares, fiestas o en la calle. De allí viaja a Memphis y en agosto de 1938 lo encontramos en Greenwood, Mississippi, donde sus amigos Honeyboy Edwards y Sonny Boy Williamson (no John Lee Williamson, sino el auténtico, Rice Miller) habían conseguido una actuación en el Three Forks, un garito a las afueras de la población. Johnson, a quien su fama de mujeriego precedía allá donde iba, solía concentrarse en sus actuaciones en individuos del público, como si cantara sólo para el elegido; la mayor parte de las veces se trataba de mujeres. Quizá en esta ocasión tuviera la mala suerte de concentrarse demasiado en la esposa del particularmente celoso dueño del local, o que ya mantuviera una relación con ella. Lo cierto, en cualquier caso, es que alguien le pasó un vaso de whisky que resultó envenenado, que Robert bebió, que hacia la una de la mañana empezó a sentirse indispuesto y que hacia las dos se sentía tan mal que decidieron llevarlo a Greenwood, donde por falta de dinero ningún médico lo atendió. La agonía duró varios días, al cabo de los cuales, el 16 de agosto, moría como consecuencia de una neumonía. La leyenda dice que se pasó esos días recorriendo el pueblo y aullando, también que su madre lo acompañó en su lecho de muerte y que anotó sus últimas palabras: “Ruego que venga el redentor y me lleve a la tumba.” Honeyboy Edwards, sin embargo, afirmará que murió solo. Como no podía ser menos, existen tres tumbas con su nombre, y nadie sabe en cuál de ellas descansan sus restos.


El legado

La importancia de Robert Johnson en la historia de la música tiene pocos parangones. A sus innovaciones con la guitarra, que fueron el origen del sonido de los grupos de blues de Chicago, debe añadirse su calidad como cantante, capaz de ir de los falsetes que impusieran en el género Blind Lemon Jefferson entre otros, a susurros guturales, inflexiones irónicas o un tono ora atormentado, ora melancólico, que, como recordaría Willie Brown, arrancaba lágrimas en el público. Asimismo, las letras de sus canciones poseen una extraña calidad poética basada en comentarios opuestos y complementarios, en una innovadora estructura narrativa y en una aguda capacidad de observación. Cuando en 1961 Hammond reedita para Columbia una serie de temas de Johnson en King of the Delta Blues Singers , el mundo descubre la verdad que ocultaba la leyenda. Sus temas empiezan a ser interpretados por innumerables músicos jóvenes, como los Allman Brothers, los Rolling Stones, Yardbirds, Peter Green, Stevie Winwood, Paul Butterfield, Cream, Eric Clapton, etc. Cuando en 1990 Sony lanza The Complete Recordings Of Robert Johnson , los veinte mil ejemplares que pensaba vender se convierten en más de un millón. Los críticos no pierden el tiempo y cambian el color de la leyenda. Greil Marcus dramatiza sobre aquello que él mismo se inventa (“Johnson cantaba sobre el precio que tuvo que pagar por las promesas que no pudo mantener”). Wilfrid Mellers habla de “una excitación emocional lunática”, de que voz e instrumento “se estimulan a través del frenesí”, como si no hubiera escuchado “Love In Vain”, “They’re Red Hot” o “Come On In My Kitchen”, con su tristeza evocadora, su ritmo controlado, su intensidad melódica. Ambos, al igual que muchos, invierten los términos y transforman a Robert Johnson en una idea, como escribió su biógrafo Peter Guralnick. Olvidan lo esencial, que Johnson fue ante todo un artista provisto de un genio inusual, perseverante y consciente de sus aptitudes, decidido tanto a no dejar que siguieran robándole el dinero de su trabajo (canta en “I’m a Steady Rollin’ Man”), como a ahondar en su alma y no ocultar aquello que encuentra, todo ello en un entorno social, éste sí, infernal por su dureza, injusticia y arbitrariedad.

Nacido en Buenos Aires en 1954, Jonio González reside en Barcelona desde 1982. Junto con Javier Cófreces fundó en su ciudad natal, en 1981, la revista de poesía La Danza del Ratón. Como traductor de poesía ha vertido al castellano a Sylvia Plath (Tres mujeres, Zaragoza, 1992; Barcelona, 2001), Anne Sexton (El asesino y otros poemas, Barcelona, 1996), Charles Simic, Robert Creeley, Kathleen Raine..., John Berryman, Elizabeth Bishop, entre otros. Asimismo ha escrito diversos prólogos para ediciones de poesía, entre ellos: Poesía escogida, de Blanca Varela (Barcelona, 1993). Colabora habitualmente como crítico de jazz y de literatura de género en publicaciones especializadas. Ha publicado, entre otros, los siguientes poemarios: El oro de la república (Claraboya, Buenos Aires, 1982); Muro de máscaras (Tierra Firme, Buenos Aires, 1987); Cecil (Utopías del Sur, Buenos Aires, 1991); Últimos poemas de Eunice Cohen (Plaza y Janés, Barcelona, 1999), y El puente (Emboscall, Vic, 2001; Ediciones en Danza, Buenos Aires, 2003).


miércoles, 27 de junio de 2012

Final para un cuento fantástico



--¡Qué extraño! -dijo la muchacha, avanzando cautelosamente-. ¡Qué puerta más pesada!

La tocó al hablar, y se cerró de un golpe.

--¡Dios mío! -dijo el hombre-. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos ha encerrado a los dos!

--A los dos no. A uno solo -dijo la muchacha. Pasó a través de la puerta y desapareció.

I. A. Ireland; Visitations (1919).

lunes, 21 de mayo de 2012

"El legendario Robert Johnson", por Jonio González (Parte 2 de 3)



El diablo y los caminos

En varias culturas africanas, especialmente la yoruba, existe la creencia de que ciertos cruces de caminos constituyen la unión entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Su guardián recibe entre otros el nombre de Exu, y tiene el poder de retener a los espíritus indecisos. Otras versiones del mismo mito, introducido en América tanto por los esclavos como por los inmigrantes negros procedentes del Caribe, hablan de Legba (cuya intervención, según la tradición vudú, facilita el habla, la comunicación y la comprensión) como guardián de las puertas del infierno, lo que en el Delta dio paso a la leyenda (extendida por el hermano del citado Tommy Johnson en relación con éste), de que si llegabas a un cruce de caminos y te ponías a tocar la guitarra, aparecería un hombre alto y negro, te afinaría el instrumento y, a cambio de tu alma, te convertiría en un maestro consumado. No obstante, es imprescindible en este punto señalar la reacción de una parte importante de la comunidad negra ante el auge de una generación de músicos que escapaban al control y los preceptos de la iglesia (entendida como unificadora de valores morales e identitarios) y se mostraban indiferentes, cuando no irreverentes (libres, en realidad), con los principios morales de sus mayores. Algo similar ocurrió con el jazz en el seno de la sociedad negra bien pensante de Nueva Orleans, y ocurriría más tarde con el rock. Como quiera que sea, muchos de esos músicos seguidores de la llamada música del diablo (Muddy Waters recordaría que su abuela le reprochaba que tocase para el demonio, y le advertía que éste acabaría llevándoselo) hicieron profesión de la misma como un acto de afirmación y emplearon la figura del diablo en un sentido metafórico que la mayor parte de las veces fue interpretado literalmente. A esta interpretación literal debe añadirse, en el caso de Johnson, un buen número de supersticiones que iban de ver en su ojo afectado de cataratas una manifestación del “ojo del diablo”, a su costumbre de tocar de espaldas a los otros músicos, preferentemente mirando a un rincón, como supuesta prueba de que no quería que nadie descubriese el secreto de sus habilidades, obviando el hecho de que Johnson enseñó a no pocos guitarristas, como el citado Shines o su hijastro Robert Lockwood. A ello debe sumarse una personalidad irascible, una acusada tendencia a la bebida y los líos de polleras, actitudes extemporáneas que le hacían, por ejemplo, abandonar el escenario en medio de una actuación, y testimonios por demás dudosos. Al respecto conviene recordar que la primera noticia escrita sobre el supuesto pacto con el diablo difundido por Son House no tiene lugar hasta 1966, cuando Pete Welding publica en Down Beat el artículo “ Hell Hound on His Trail: Robert Johnson ”. Asimismo, cuando el musicólogo Alan Lomax explica que en 1942 se reunió con la madre del guitarrista y ésta le dijo que en el lecho de muerte su hijo renunció “a ese instrumento del diablo”, lo hace a comienzos de los años noventa, medio siglo después de esas declaraciones, y sin considerar el hecho probado de que Julia no estaba presente cuando Johnson murió.



Es cierto que Robert Johnson alude al demonio y a cruces de caminos en varias de sus canciones emblemáticas (“Me and the Devil Blues”; “Hell Hound on My Trail”; “Crossroads Blues”...), pero tal figura adquiere un carácter metafórico para expresar soledad, injusticias, rupturas sentimentales, angustia y demonios interiores, en suma. Como ha señalado algún crítico, considerar que Johnson aludía al demonio porque creía tener algún trato especial con él, sería lo mismo que interpretar que en su tema “Stones In My Passway” hace referencia a sus cálculos renales. En cualquier caso, aliado con el demonio o no, Johnson no sólo recorrió el Delta, en compañía muchas veces de Shines y adoptando diversos apellidos (Spencer, Dodds, Moore, Saxton, Sax, etc), sino que llegó a Chicago, Detroit (donde intervino en el programa de radio The Elder Moten Hour), Saint Louis, Texas, Indiana, Nueva York e incluso Windsor, en Canadá. En sus shows interpretaba tanto canciones de Jimmy Rodgers o Lonnie Johnson como composiciones propias, muchas de ellas, como solía ocurrir entre los cantantes de blues , basadas en melodías o acordes de otras. La popular “Sweet Home Chicago”, por ejemplo, se basa en “Old Original Kokomo Blues”, de Kokomo Arnold, uno de sus inspiradores, “Love In Vain”, en “When The Sun Goes Down”, de Leroy Carr, “From Four Until Late” es similar a sendos temas de Skip James y Charley Patton, etc.

En 1936 se encuentra en Jackson, Mississippi, donde conoce a H. C. Spairs, dueño de una tienda de discos, quien lo pone en contacto con Don Law, un scout de la American Recording Corporation (una filial de la Columbia) que estaba recorriendo el Sur en busca de artistas locales para el sello Vocalion. Law lo escucha y le ofrece grabar varios temas, por cada uno de los cuales está dispuesto a pagar entre 10 y 15 dólares. Johnson acepta y se citan, en noviembre de ese mismo año, en el Gunter Hotel de San Antonio, Texas, en una de cuyas habitaciones, la 414, Law ha instalado su equipo portátil de grabación provisto de un único micrófono. En los días 23, 26 y 27 Johnson registrará diecisiete canciones, no se sabe cuántas de ellas compuestas para la ocasión, más seis tomas alternativas de otras tantas. Mientras está en San Antonio es arrestado por vagancia, y tras abandonar la cárcel por intermediación de Law parte hacia Mississippi a continuar con su vida itinerante. En junio del año siguiente vuelve a reunirse con Law, esta vez en los estudios (en realidad poco más que un galpón) de Brunswick Records, en Dallas, Texas, donde los días 19 y 20 graba doce canciones más once tomas alternativas. De todas estas canciones (la mayoría obras maestras absolutas) sólo unas pocas verán la luz en vida de Johnson, quien obtendrá su mayor éxito discográfico con “Terraplen Blues”, del que se venderán cuatro mil ejemplares. Uno de ellos llegará a manos de John Hammond, un productor neoyorquino que proyecta un gran espectáculo, titulado Spirituals To Swing , con el que pretende mostrar al público blanco del Norte la evolución de la música negra. Impresionado ante lo que escucha, Hammond envía a varios hombres al Delta en busca de Johnson, pero llegarán tarde.

Jonio González

viernes, 18 de mayo de 2012

"El legendario Robert Johnson", por Jonio González (Parte 1 de 3)



Con ocasión del 100 aniversario (año arriba año abajo) del nacimiento del músico de blues Robert Johnson, publicamos un nutrido texto de Jonio González aparecido el 11 de Mayo de 2012 en Revista Ñ. Debido a la extensión del artículo hemos optado por subirlo al blog por partes, hasta un total de 3 partes. Pura arqueología para los amantes del blues. Vigilen a sus esposas porque el Diablo ha llegado a Saturnalia.   

Escribió Wallace Stevens que si nuestra idea acerca de las cosas cambia, también éstas cambian. Hay ocasiones con Stevens en que el lector duda si habla en serio o ironiza. Pero al menos en un caso acierta de pleno, y ese caso es el de Robert Johnson. Es probable, y hasta posible, que si retiráramos una a una las capas de mitos y leyendas que han ocultado y al mismo tiempo dado forma a su figura, lo que hallásemos nos sorprendiese como nos sorprende su música cada vez que la escuchamos. O nos sorprendiese en la medida en que puede sorprendernos un ser humano y, por añadidura, un artista. No obstante, lo cierto es que tan rica y diversa mistificación (en la que se dan cita mitos africanos, pactos con el diablo, sífilis congénita, alcoholismo, aullidos a la luna, muerte por envenenamiento, etc.) ha hecho que al menos para el gran público, y durante años, los auténticos méritos musicales (y poéticos) que hicieron de Johnson el bluesman más influyente de la historia hayan resultado hurtados por una leyenda en cuya construcción el propio guitarrista desempeñó un papel menor. Y hablamos de una leyenda cuyos testigos directos son de dudosa credibilidad, llena de contradicciones y testimonios de tercera o cuarta mano, por no mencionar el hecho de que muchos de los elementos que la constituyen podemos hallarlos en la vida de otros músicos anteriores, contemporáneos y posteriores a él, en un contexto cultural y social altamente complejo.


Para todos los gustos

Las incertidumbres sobre la vida de Robert Johnson comienzan con la fecha misma de su nacimiento (algo por lo demás común en esos tiempos entre las deprimidas comunidades negras del sur de los Estados Unidos). Hay investigadores, como David Evans y Paul Oliver, que la ubican hacia 1912; otros, como Stephen Calt y Gayle Dean Wardlow, entre septiembre de 1911 y agosto del año siguiente. Para complicar la cosa, los registros de la Indian Creek School, a la que Johnson asistió brevemente, le adjudican 14 años en 1924 y 18 en 1927. Asimismo, la licencia de su primer matrimonio le atribuye 21 años en 1929, y la del segundo, 23 en 1931. El certificado de defunción, hallado en 1968, le da 26 años en 1938. El consenso, finalmente, la ha establecido el 8 de mayo de 1911, basándose en el testimonio de una medio hermana de Johnson, quien recordaba que todos los años por esas fechas su madre felicitaba al pequeño Robert. En lo que todos coinciden es en el lugar: Hazlehurst, Mississippi. Su madre, Julia Ann Majors, se casó en 1888 o 1889 con Charles Dodds. Ambos eran hijos de esclavos, y este último un carpintero con un pasar aceptable, dadas las circunstancias, que le había permitido tener su propia granja. A raíz de una pelea con los hermanos Marchetti, unos blancos que al parecer querían quedarse con su propiedad, Charles huyó a Memphis, donde cambió su apellido por el de Spencer. Al cabo de poco tiempo, Julia estableció una breve relación con un jornalero itinerante llamado Noah Johnson, como fruto de la cual nació Robert Leroy. Forzada a ganarse la vida en las plantaciones de algodón con su numerosa prole a cuestas, Julia decide reunirse en Memphis con Charles, quien por su parte ya ha formado otra familia y ha tenido dos hijos. Al cabo de un tiempo, Julia se va de la casa, para regresar un par de años después e informar a su marido de que había formado otra pareja, esta vez en Robinsonville, Mississippi, con un tal Willie Dusty Willis. Robert, que para entonces debía rondar los 5 años, se va con ella y empieza a trabajar en diversas plantaciones cercanas. Asiste unos pocos años a la escuela, que abandona en 1927 con la excusa de una vista defectuosa (de hecho muy pronto desarrolló cataratas en el ojo izquierdo) para dedicarse a lo que comienza a ser su obsesión, la música. Aprende a tocar la armónica y el diddley bow , una especie de guitarra hecha con un trozo de madera o una caja de cigarros, una botella y una o dos cuerdas (quien dude de lo que se puede hacer con una cuerda y un verso de cuatro palabras que escuche a One String Sam interpretando “My Babe”), adopta el apellido de su padre natural, se dedica a acompañar a quien lo acepte, a escuchar la radio y discos de sus admirados Leroy Carr, Skip James y Lonnie Johnson, a seguir por toda el área del Mississippi a sus ídolos Son House y Willie Brown y a tomar clases con ellos, a pesar de que en su opinión Robert, que ya se había hecho con su primera guitarra, apenas si poseía talento...

Su incipiente, y dudosa, carrera musical se ve interrumpida cuando el 16 de febrero de 1929 contrae matrimonio con Virginia Travis, de dieciséis años. Todo indica que Robert estaba lo bastante enamorado para dejar la música, trabajar en firme en los campos de algodón y crear un hogar. Pero el 10 de abril de 1930, Virginia y el hijo que esperaba mueren en el parto. El hecho marca un punto de inflexión en la vida de Johnson, que resuelve, según el citado Stephen Calt, “aprender a ganarme la vida sin cosechar algodón”, lo que significa convertirse en músico de blues en toda regla (a pesar de que la familia de su esposa lo acusa de la muerte de ésta por tocar “música del diablo”, o quizá por eso mismo). Es entonces cuando, a finales de 1930, decide regresar a Halezhurst con la excusa de encontrar a su padre. Y aquí comienza la leyenda. No da con Noah Johnson, pero sí, en el cercano Beauregard, con Ike Zinnerman, un guitarrista de Alabama famoso en el Delta no sólo por sus habilidades con el instrumento, sino por practicar por las noches en el cementerio de la ciudad. No sabemos cómo tocaba Zinnerman, pues no existe testimonio grabado de su arte, pero sí que fue determinante para Johnson. Entra éste en un período de serenidad y estudio, se casa con Calletta Callie Craft, trabaja ocasionalmente recogiendo algodón, toma clases con Zinnerman (en la tranquilidad del cementerio) y practica en solitario durante horas. Los sábados se reúne con su maestro y, ocasionalmente, Tommy Johnson en las escaleras de los juzgados y toca para la gente que pasa. Hacia finales de 1931, sin embargo, abandona a Callie (según algunas fuentes, luego de que ésta cayera enferma) y regresa a Robinsonville. Y lo hará, como nos recuerda el crítico Cub Koda, con un “bagaje enciclopédico de su instrumento” que le permitía tocar en una variedad de estilos que iban del blues al hillbilly pasando por canciones de Bing Crosby. A ello debe sumarse el perfeccionamiento de la técnica slide (esto es, producir efectos de glissando deslizando un objeto de vidrio o metal por el mástil del instrumento) aprendida observando a sus admirados Charlie Patton y Son House, y la introducción del ritmo de bajo andante, técnica adaptada de los pianistas de blues y que sería determinante en la evolución del género. Evidentemente, que un guitarrista tenido por mediocre reapareciera al cabo de poco más de un año convertido en un maestro consumado de su instrumento debió provocar no sólo sorpresa, sino envidia en más de uno, en especial al advertir que su técnica se convertía en una suerte de influencia instantánea. Como declararía Johnny Shines, acompañante asiduo de Johnson, éste hacía cosas “que nadie había hecho jamás”. Y añade: “Cualquier cosa que pudieras hacer con el piano, él la hacía con la guitarra.” Y va más allá: “Era como llevar el bajo y la guitarra en un mismo instrumento.” Y aún más: “Podía estar hablando contigo mientras sonaba un disco y al acabar repetir nota a nota lo que había escuchado, a veces después de dos o tres días.” Sin embargo, la gente se quedó con las palabras de Son House, quien al escucharlo tocar dijo que semejante maestría sólo podía conseguirse vendiendo el alma al diablo, y abundando en ello precisó que lo hizo en un cruce de caminos, concretamente donde la autopista 61 se cruza con la 49, cerca de la población de Clarksdale, cuna, por otra parte, de maestros del blues de la entidad de Muddy Waters, W.C. Handy o John Lee Hooker.

Jonio González

jueves, 22 de marzo de 2012

El día que Jimi rompió su guitarra



Aquel día, mi amiga Arume y yo estábamos charlando en un café. Ella Había estado experimentando con montajes audiovisuales, para los que utilizaba instrumentos musicales. Entre sus realizaciones de video-art y fotografía, había una en la que aparecía retratada con un chelo; en otra, exploraba las posibilidades sensoriales de un violín. De pronto, me miró a los ojos y dijo muy seriamente: “Necesito romper mi violín.” De inmediato me vino a la mente la actuación de Hendrix en Monterrey. Y luego de ésta, la actuación de Stevie Ray Vaughan en el Mocambo. Existe en ellas el componente bilateral de destrucción y regeneración, el pathos del sacrificio de las antiguas edades. Pero bien que no han sido los únicos. De un modo seguramente más discreto, numerosos artistas han llegado por distintos medios a ese mismo punto crítico, ese punto límite a partir del cual todo arte deja de tener sentido, para ceder lugar al terreno del silencio.

Es conocida la asombrosa progresión del pintor ruso Kazimir Malévich (1878-1935), que tras iniciarse en la pintura realista culminó su carrera en 1915 con la creación de su famoso Cuadrado negro. O la leyenda de Hokusai, cuya aspiración máxima consistía en dibujar el "círculo perfecto". Un caso equiparable de “círculo perfecto” es el que encontramos en los últimos años de Miles Davis, cuando, doblado por la cintura encima del escenario, ponía todo su empeño en soplar una sola nota perfecta. Por el camino opuesto, John Coltrane abrazó el free jazz tras haber tocado el cielo de la música, y algunos todavía se lamentan de que abandonara su brillante faceta melódica para sumergirse en el estudio de partituras monotonales, que aprendió de su acercamiento a la música oriental. En su libro El estilo trascendental en el cine (1972), el cineasta Paul Schrader nos habla del principio Mu en el arte zen, complejo concepto de diversos significados, uno de los cuales designa “el espacio entre las ramas de un arreglo floral”. Y nos habla también de la poesía haiku, del cine de Yasuhiro Ozu, de las “transiciones no escritas”. Lo no escrito es, al fin y al cabo, la preocupación definitiva a la que habrá de enfrentarse tarde o temprano el artista supremo, el escritor que escribe entre líneas, es aquello que gravita en el íntimo espacio de la interpretación, lo que queda más allá del eterno bucle forma-contenido. El vacío, tan asumido en el arte y el espíritu orientales, es percibido desde Occidente como una suerte de negación, una suerte de abstracción. Así, al contemplar las películas del coreano Chan-wook Park asistimos a la pura abstracción de la narrativa clásica occidental; esas “transiciones no escritas” se encuentran por doquier en el metraje de Old Boy (2003), y más aún en su brillante precuela, Sympathy for Mr Vengeance (2002). Se sustituye el objeto por la narración elíptica, se desplaza el foco de atención a otro lugar, se trastoca la melodía por silencio, por variación, la forma se convierte en alusión. La desintegración de las formas en Kandinsky, en el citado periodo free de Coltrane, o más sutilmente en el particular tempo interno de Thelonious Monk.

Con sus melodías circulares, con sus meditados silencios, Monk tenía la capacidad de abrir pequeños portales al infinito, o a la nada. Su manera de sentarse en la banqueta, la tensión acumulada sobre los hombros, la relación tan física de acercarse al piano como si tratara de violentarlo para descubrir nuevas sonoridades allí escondidas, todo en ello denotaba una perpetua batalla contra sí mismo, y por extensión contra los cánones de lo musical. Tras el aparente padecimiento físico se escondía una auténtica exploración de los límites. Pues la crítica a la razón pura es acometida allí desde dentro de los límites de la razón pura. Lo vemos en la teoría de los conjuntos de Bertrand Russell, en los límites del pensamiento de Eugenio Trías, en la música de Schönberg, ZappaStravinski. Antoni Tàpies y la indagación de lo absoluto. Robert Walser ingresando voluntariamente en el sanatorio de Waldau. William Blake a las puertas de la percepción. El execrable Erostrato incendiando el templo de Artemisa. La historia de la filosofía underground, de Leonardo a Percy Shelley, de Byron a Allen Ginsberg... Hendrix prendiendo fuego a su preciosa Fender Stratocaster, despedazándola, esparciéndola como los miembros amputados del divino Orfeo. Wittgenstein echando abajo la escalera de la razón, tras haber ascendido por ella. “De lo que no se puede hablar, sólo se puede callar”, decía el enigmático filósofo austriaco. Y las claves del suprematismo habían llevado a Malévich a descubrir cosas “fuera del conocimiento”, o lo que es lo mismo, fuera de la forma. John Cage y sus 4 minutos con 33 segundos de incómodo silencio. Y por fin, el gran silencio final de Thelonious Monk, al abandonar definitivamente el piano a principios de los 70. La aceptación por la destrucción.


Volviendo con Hendrix y Stevie Ray Vaughan, ellos también fueron hasta los límites de su arte, echaron abajo la escalera tras haber ascendido por ella, y lo escenificaron con un acto memorable, un acto descabellado. Un acto que trasciende la racionalidad del mismo modo que un cuadro negro trasciende la realidad. Ésta es la línea conceptual que conecta a Malévich, Wittgenstein y Hendrix. La misma que conecta los silencios de Monk con las narraciones abstractas de Chan-wook Park, David Lynch, Coltrane y Kandinsky, etc. Ellos también ofrendaron el cuerpo del arte de manera literal. No es casualidad que Stevie Ray Vaughan eligiera para su particular guitar-sacrifice en el Mocambo un tema de Hendrix, “Third Stone From the Sun” (si bien ya le había rendido tributo con anterioridad, machacando en directo durante años su abrasiva versión de “Voodoo Child”), y es que, consciente de ello o no, SRV era un eslabón clave. Esas dos actuaciones, separadas por un espacio de 15 años, representan uno de los más complejos homenajes a la historia del arte. En ellos culmina, desde luego, una historia entera del aprendizaje y el conocimiento, que se resume en la postrera desintegración de ese conocimiento. Ignoro si a día de hoy mi amiga ha cumplido su propósito de romper su violín, pero a veces me acuerdo de aquel día, de la necesidad imperiosa que había en sus palabras. Romper el violín es romper el límite. Romper el límite es romper lo más bello, y vivir para contarlo. 

jueves, 1 de marzo de 2012

All Blues'd Up


Todo el mundo sabe que los Stones empezaron su carrera rindiendo homenaje a los músicos afroamericanos, cuando muy pocos se atrevían a meterse con la música "negra". Tipos como Howlin Wolf, Chuck Berry o Muddy Waters pasaron de repente al conocimiento de la macroindustria musical, hecha por y para blancos. Desde entonces ha llovido mucho, pero poca gente recuerda, cuando se apresura a criticar al quinteto británico, lo mucho que lograron por el mestizaje musical. Casi 50 años después, un puñado de bluesmen de renombre se juntaron para devolverles la jugada con otro homenaje, le dieron la vuelta a la tortilla y se sacaron de la manga un fabuloso disco de versiones de los Stones. Estos músicos ponen toda la carne en el asador en sus adaptaciones de los clásicos Jagger/Richards; haciendo honor al mejor espíritu de la música blues, no se limitan a meras copias de los originales sino que plasman sin ambages la personalidad y firma propia de cada uno de ellos. El incendiario Luther Allison, soberbio como nunca en “You Can’t Always Get What You Want”; Johnny Copeland y su luminosa cover de “Tumbling Dice”, capaz de pintar una sonrisa en un muerto; el mítico Junior Wells, en una ruda y hasta ahora impensable versión de “Satisfaction”; Taj Mahal apelando a lo más primitivo en “Honky Tonk Women”; Clarence Gatemouth Brown y su “Ventilator Blues”, una de mis favoritas del disco; Lucky Peterson y su mejor funk en “Under My Thumb”; el joven y talentoso Alvin Youngblood Hart, brindándonos las estupendas “Sway” y “Moonlight Mile”... Un disco tributo que no se presenta a sí mismo como tributo, tal como se nos advierte en la portada, porque sin duda es mucho más que todo eso. Es el camino de ida y vuelta de dos vertientes musicales contemporáneas hermanadas sin posibilidad de renuncia. Pocas retribuciones fueron tan merecidas.

viernes, 3 de febrero de 2012

Raíles


"Eran presencias aborrecibles. Como una pareja de ancianos en el bosque, solos el uno para el otro, el hijo únicamente un capricho del destino. Aquella era su asquerosa casita y nunca me permitieron olvidarlo. Vivían en un ambiente de linóleo y se pasaban las tardes sentados junto a la radio. ¿Qué esperaban oír? Si entraba temprano los despertaba, si llegaba tarde los enfurecía, lo que los ofendía era mi vida, no podían soportar la sabrosa plenitud de mi ser. Estaban secos. Eran leños apenas humeantes. Se deshacían en cenizas. ¿Cuál era al fin y al cabo la tragedia de su vida implícita en las miradas de profundo reproche que me dirigían? ¿Que las cosas no les habían salido bien? Esto no los diferenciaba de cualquier otro habitante de Mechanic Street, donde hasta las casas eran iguales, de dos en dos, el mismo palacio de asfalto una y otra vez, los tranvías que hacían sonar la campanilla por todo el puñetero vecindario. Sólo los locos estaban vivos (...)."

E. L. Doctorow; El lago, 1980.

viernes, 6 de enero de 2012

"El oro del moro", por Álvaro Buela



Una de las mayores obsesiones de Orson Welles, nunca concretada, fue la de dirigir e interpretar el papel principal de King Lear de Shakespeare. Aún en sus últimos años buscó financiamiento para ello, pero murió en 1985 alienado por Hollywood, los productores y el caos propio. King Lear jamás fue realizada. Sin embargo, por obra de alguna ley poética de las compensaciones, la versión que Welles había filmado de otra pieza de Shakespeare, Othello, reapareció milagrosamente en 1992.

Othello había sido estrenada oficialmente en el Festival de Cannes de 1952, y llegó a un par de ciudades norteamericanas tres años después, luego de los cuales se la dio por perdida. Fue Beatrice Welles-Smith, la menor de las hijas del director (n. 1955) quien dedicó tiempo y energías a la búsqueda del material original y a la posterior restauración, justo a tiempo para el 40 aniversario del film. Othello formaba parte de un voluminoso y disperso legado que Welles-Smith recibió en 1986 al morir su madre, Paola Mori, y decidió tomar el asunto en sus manos al enterarse de que alguien tenía intenciones de reestrenar la película en Europa.

Ni siquiera sabía dónde estaban los negativos originales. Los encontró en un galpón de New Jersey luego de realizar contactos con la compañía Intermission Productions. Si bien el estado del film era asombrosamente bueno, la banda sonora carecía del menor decoro. La saturación de ruidos volvía incomprensibles la mayor parte de los diálogos y se apreciaba una total falta de sincronización entre la banda sonora y el movimiento de labios de los actores.

Fue así que película y banda sonora fueron cuidadosamente restaurados: la primera para devolver la fuerza a los dramáticos ángulos de cámara que siempre fueron la firma del director; la segunda para entregar al film la dimensión integral de la que había carecido hasta el momento, dificultando la apreciación de una de las obras mayores de la obra de Welles.


Los diálogos fueron tomados de los negativos, procesados digitalmente para adaptarlos a la gesticulación de los actores, filtrados a través de un sistema de reducción del sonido, y luego combinados con una flamante grabación de la partitura musical a cargo de la Sinfónica y el Coro de Opera Lírica de Chicago.

Como la hija de Welles insistió en puntualizar, no se trataba de un simple reestreno: “Esto no es Casablanca ni Ciudadano Kane restaurados. Es una película que nadie ha visto, casi un estreno. Mucha gente ni siquiera sabía que mi padre había hecho un Othello”.

Gracias a sus servicios la “obra maestra perdida” dejó de ser leyenda para salir a la luz en condiciones inmejorables. El talento arrebatado de Welles encontró por fin un complemento metódico en su propia hija.

A diferencia de otras adaptaciones de Shakespeare (las cuasi teatrales Henry V de Olivier y Branagh, la cinematográfica Trono de sangre de Kurosawa), la de Welles no tiene tanto interés en rendirse ante el texto como de usarlo como vehículo para sus obsesiones personales y estéticas.

Con el cuerpo pintado de negro para personificar al “moro de Venecia”, su labor tiene aquí ecos autobiográficos, y todo lo que acontece guarda una zona conectada con los temas recurrentes en su obra: la inocencia perdida, la soledad del poder, la ineficacia para relacionarse con las instituciones y las normas.

La propia realización de Othello fue una odisea que insumió cuatro años, un costo infinitamente superior al previsto y esfuerzos sobrehumanos para mantener en pie un proyecto que parecía desmoronarse a cada momento. La situación personal de Welles no era de las mejores. Acababa de separarse de Rita Hayworth y ambos iniciaban un intrincado proceso de divorcio.

Desde Londres, Welles había recibido la invitación del director y productor Alexander Korda para realizar una serie de películas. Ninguna de ellas fue concretada, ni entonces ni después, pero sirvió de motivo para que se trasladara a Europa, donde se afincaría varios años.

A comienzos de 1947, Welles necesitaba unas vacaciones de cualquier manera. Venía de filmar, una detrás de la otra, La dama de Shanghai y Macbeth (el tercer Shakespeare de esta historia). Esta última, además, fue toda una hazaña: se filmó en apenas veintiún días y con un presupuesto mínimo. Al momento de salir para Europa, la posproducción de Macbeth estaba incompleta, con lo cual el impulsivo Orson volvía a alimentar su imagen díscola ante los productores, quienes, ante los problemas que se suscitaron en su ausencia, pronto se olvidaron de lo que habían ahorrado en el set.

Fue en Italia, destino provisorio luego del fracaso de los proyectos con Korda, donde recibió la oferta de un productor italiano para filmar Othello en Venecia. Trabajar en la Italia de la posguerra resultaba barato, como el mismo Welles pudo comprobar mientras actuaba en Black Magic (1949).

Para comenzar con Othello no contaba con un solo dólar de Hollywood, ni tampoco del productor italiano, que se había esfumado. Los 150.000 dólares que tenía provenían de su propio bolsillo y se agotarían pronto. La solución a corto plazo fue actuar en una serie de películas que le proporcionaban pocas satisfacciones creativas pero dinero fresco para su nueva obsesión.

Barbara Leaming, autora de una de las varias biografías de Welles, llamó “Aventura desesperada” al capítulo que narra esos años europeos, aludiendo a la total falta de control que Welles tenía sobre su vida privada y a la ineptitud estratégica de casi todos sus movimientos. No tanto por sus amoríos frustrados con un par de actrices en ascenso como por la falta de visión empresarial. Se habría vuelto rico, por ejemplo, si hubiera aceptado un porcentaje de los derechos de El tercer hombre, en la que actuó por entonces. Prefirió, por el contrario, los 100.000 dólares de remuneración para continuar con Othello.

Todas sus energías e ingresos se invertían en el film que, desde el primer momento, sólo trajo complicaciones. La falta de dinero y la necesidad de improvisar fueron moneda corriente. En una ocasión, Welles pidió prestado el vestuario de otra película (The Prince of Foxes, en la que también actuó) durante un fin de semana; o debió completar en Roma o Venecia escenas que habían comenzado a filmarse seis meses antes en Marruecos; o tuvo que volver a rodar parte del metraje porque el actor que interpretaba a Iago (Everett Sloane) desertó de la desarticulada empresa.

Sólo un genio pudo mantener la idea completa en su cabeza durante tantos y complicados años. Sólo un genio pudo utilizar la presión y el desorden internos como una parte del film. La experiencia detrás de cámaras terminó por transformarse en una narración nerviosa, entrecortada, y en un material dramático tan inquietante como inmediato.


Si bien el conjunto luce por momentos torpe o repetitivo, hay pasajes de una maestría extraordinaria. Uno de ellos ocurre en el pasaje en que Iago asesina a Rodrigo, ambientado en una casa de baños. Es imposible rastrear, en su impecable y tensa composición, que la escena fue improvisada.

Los productores italianos que habían prometido financiación enviaron un telegrama a Marruecos –donde Welles se había establecido con su equipo– informando que estaban en bancarrota. Ello no sólo dejaba a sesenta personas sin pasajes de regreso sino que imposibilitaba la confección del vestuario. En ese caso, unas toallas en la cintura eran la única solución y, a juzgar por los resultados, la mejor.

Las peregrinaciones en busca de fondos llevaron a Welles a todas partes, incluso a unas islas del Mediterráneo donde se encontraba de vacaciones el productor Darryl Zanuck. Sin embargo, para terminar la película recurrió, nuevamente, a su propio dinero. El éxito de una serie de programas para la BBC le permitió reunir a su equipo, que lo esperaba en Venecia, y rodar las últimas escenas.

Según Leaming, Othello fue “la primera película desde Ciudadano Kane hecha en sus propios términos”, y fue por cierto un triunfo de la voluntad sobre la desesperación. Con sus arriesgados movimientos de cámara, sus ángulos insólitos, sus sombras siniestras sobre o detrás de los rostros y su blanco/negro estilizado, Othello es Welles en su mejor forma. O sea, una pesadilla laberíntica como antes La dama de Shangai y luego Sed de mal; un transplante de Shakespeare al lenguaje del cine negro; una narración propulsada por contrastes desembozados.

Inspirado por momentos en Eisenstein (el prólogo tiene reminiscencias de Alejandro Nevsky), Othello-Welles arremete contra las tramas macabras de Iago o se somete a ellas, se vuelve alternativamente romántico o cruel con su amada Desdémona, y culmina, rodeado de oscuridad, solo y débil en las catacumbas del castillo.

Cualquier similitud con Charles Foster Kane es puramente intencional.


Álvaro Buela es docente en la Facultad de Comunicación ORT de Montevideo, columnista habitual de El País Cultural (Uruguay). Escribió y dirigió los largometrajes Una forma de bailar (premio FONA ’96 y premio INA) y Alma Máter (premio FONA 2000); fue co-guionista de La isla del Minotauro, y en 1993 publicó la nouvelle Alka Seltzer. "El oro del moro" fue publicado en la revista M Cine, de la que Buela fue co-editor entre 1994 y 1996.