viernes, 6 de enero de 2012

"El oro del moro", por Álvaro Buela



Una de las mayores obsesiones de Orson Welles, nunca concretada, fue la de dirigir e interpretar el papel principal de King Lear de Shakespeare. Aún en sus últimos años buscó financiamiento para ello, pero murió en 1985 alienado por Hollywood, los productores y el caos propio. King Lear jamás fue realizada. Sin embargo, por obra de alguna ley poética de las compensaciones, la versión que Welles había filmado de otra pieza de Shakespeare, Othello, reapareció milagrosamente en 1992.

Othello había sido estrenada oficialmente en el Festival de Cannes de 1952, y llegó a un par de ciudades norteamericanas tres años después, luego de los cuales se la dio por perdida. Fue Beatrice Welles-Smith, la menor de las hijas del director (n. 1955) quien dedicó tiempo y energías a la búsqueda del material original y a la posterior restauración, justo a tiempo para el 40 aniversario del film. Othello formaba parte de un voluminoso y disperso legado que Welles-Smith recibió en 1986 al morir su madre, Paola Mori, y decidió tomar el asunto en sus manos al enterarse de que alguien tenía intenciones de reestrenar la película en Europa.

Ni siquiera sabía dónde estaban los negativos originales. Los encontró en un galpón de New Jersey luego de realizar contactos con la compañía Intermission Productions. Si bien el estado del film era asombrosamente bueno, la banda sonora carecía del menor decoro. La saturación de ruidos volvía incomprensibles la mayor parte de los diálogos y se apreciaba una total falta de sincronización entre la banda sonora y el movimiento de labios de los actores.

Fue así que película y banda sonora fueron cuidadosamente restaurados: la primera para devolver la fuerza a los dramáticos ángulos de cámara que siempre fueron la firma del director; la segunda para entregar al film la dimensión integral de la que había carecido hasta el momento, dificultando la apreciación de una de las obras mayores de la obra de Welles.


Los diálogos fueron tomados de los negativos, procesados digitalmente para adaptarlos a la gesticulación de los actores, filtrados a través de un sistema de reducción del sonido, y luego combinados con una flamante grabación de la partitura musical a cargo de la Sinfónica y el Coro de Opera Lírica de Chicago.

Como la hija de Welles insistió en puntualizar, no se trataba de un simple reestreno: “Esto no es Casablanca ni Ciudadano Kane restaurados. Es una película que nadie ha visto, casi un estreno. Mucha gente ni siquiera sabía que mi padre había hecho un Othello”.

Gracias a sus servicios la “obra maestra perdida” dejó de ser leyenda para salir a la luz en condiciones inmejorables. El talento arrebatado de Welles encontró por fin un complemento metódico en su propia hija.

A diferencia de otras adaptaciones de Shakespeare (las cuasi teatrales Henry V de Olivier y Branagh, la cinematográfica Trono de sangre de Kurosawa), la de Welles no tiene tanto interés en rendirse ante el texto como de usarlo como vehículo para sus obsesiones personales y estéticas.

Con el cuerpo pintado de negro para personificar al “moro de Venecia”, su labor tiene aquí ecos autobiográficos, y todo lo que acontece guarda una zona conectada con los temas recurrentes en su obra: la inocencia perdida, la soledad del poder, la ineficacia para relacionarse con las instituciones y las normas.

La propia realización de Othello fue una odisea que insumió cuatro años, un costo infinitamente superior al previsto y esfuerzos sobrehumanos para mantener en pie un proyecto que parecía desmoronarse a cada momento. La situación personal de Welles no era de las mejores. Acababa de separarse de Rita Hayworth y ambos iniciaban un intrincado proceso de divorcio.

Desde Londres, Welles había recibido la invitación del director y productor Alexander Korda para realizar una serie de películas. Ninguna de ellas fue concretada, ni entonces ni después, pero sirvió de motivo para que se trasladara a Europa, donde se afincaría varios años.

A comienzos de 1947, Welles necesitaba unas vacaciones de cualquier manera. Venía de filmar, una detrás de la otra, La dama de Shanghai y Macbeth (el tercer Shakespeare de esta historia). Esta última, además, fue toda una hazaña: se filmó en apenas veintiún días y con un presupuesto mínimo. Al momento de salir para Europa, la posproducción de Macbeth estaba incompleta, con lo cual el impulsivo Orson volvía a alimentar su imagen díscola ante los productores, quienes, ante los problemas que se suscitaron en su ausencia, pronto se olvidaron de lo que habían ahorrado en el set.

Fue en Italia, destino provisorio luego del fracaso de los proyectos con Korda, donde recibió la oferta de un productor italiano para filmar Othello en Venecia. Trabajar en la Italia de la posguerra resultaba barato, como el mismo Welles pudo comprobar mientras actuaba en Black Magic (1949).

Para comenzar con Othello no contaba con un solo dólar de Hollywood, ni tampoco del productor italiano, que se había esfumado. Los 150.000 dólares que tenía provenían de su propio bolsillo y se agotarían pronto. La solución a corto plazo fue actuar en una serie de películas que le proporcionaban pocas satisfacciones creativas pero dinero fresco para su nueva obsesión.

Barbara Leaming, autora de una de las varias biografías de Welles, llamó “Aventura desesperada” al capítulo que narra esos años europeos, aludiendo a la total falta de control que Welles tenía sobre su vida privada y a la ineptitud estratégica de casi todos sus movimientos. No tanto por sus amoríos frustrados con un par de actrices en ascenso como por la falta de visión empresarial. Se habría vuelto rico, por ejemplo, si hubiera aceptado un porcentaje de los derechos de El tercer hombre, en la que actuó por entonces. Prefirió, por el contrario, los 100.000 dólares de remuneración para continuar con Othello.

Todas sus energías e ingresos se invertían en el film que, desde el primer momento, sólo trajo complicaciones. La falta de dinero y la necesidad de improvisar fueron moneda corriente. En una ocasión, Welles pidió prestado el vestuario de otra película (The Prince of Foxes, en la que también actuó) durante un fin de semana; o debió completar en Roma o Venecia escenas que habían comenzado a filmarse seis meses antes en Marruecos; o tuvo que volver a rodar parte del metraje porque el actor que interpretaba a Iago (Everett Sloane) desertó de la desarticulada empresa.

Sólo un genio pudo mantener la idea completa en su cabeza durante tantos y complicados años. Sólo un genio pudo utilizar la presión y el desorden internos como una parte del film. La experiencia detrás de cámaras terminó por transformarse en una narración nerviosa, entrecortada, y en un material dramático tan inquietante como inmediato.


Si bien el conjunto luce por momentos torpe o repetitivo, hay pasajes de una maestría extraordinaria. Uno de ellos ocurre en el pasaje en que Iago asesina a Rodrigo, ambientado en una casa de baños. Es imposible rastrear, en su impecable y tensa composición, que la escena fue improvisada.

Los productores italianos que habían prometido financiación enviaron un telegrama a Marruecos –donde Welles se había establecido con su equipo– informando que estaban en bancarrota. Ello no sólo dejaba a sesenta personas sin pasajes de regreso sino que imposibilitaba la confección del vestuario. En ese caso, unas toallas en la cintura eran la única solución y, a juzgar por los resultados, la mejor.

Las peregrinaciones en busca de fondos llevaron a Welles a todas partes, incluso a unas islas del Mediterráneo donde se encontraba de vacaciones el productor Darryl Zanuck. Sin embargo, para terminar la película recurrió, nuevamente, a su propio dinero. El éxito de una serie de programas para la BBC le permitió reunir a su equipo, que lo esperaba en Venecia, y rodar las últimas escenas.

Según Leaming, Othello fue “la primera película desde Ciudadano Kane hecha en sus propios términos”, y fue por cierto un triunfo de la voluntad sobre la desesperación. Con sus arriesgados movimientos de cámara, sus ángulos insólitos, sus sombras siniestras sobre o detrás de los rostros y su blanco/negro estilizado, Othello es Welles en su mejor forma. O sea, una pesadilla laberíntica como antes La dama de Shangai y luego Sed de mal; un transplante de Shakespeare al lenguaje del cine negro; una narración propulsada por contrastes desembozados.

Inspirado por momentos en Eisenstein (el prólogo tiene reminiscencias de Alejandro Nevsky), Othello-Welles arremete contra las tramas macabras de Iago o se somete a ellas, se vuelve alternativamente romántico o cruel con su amada Desdémona, y culmina, rodeado de oscuridad, solo y débil en las catacumbas del castillo.

Cualquier similitud con Charles Foster Kane es puramente intencional.


Álvaro Buela es docente en la Facultad de Comunicación ORT de Montevideo, columnista habitual de El País Cultural (Uruguay). Escribió y dirigió los largometrajes Una forma de bailar (premio FONA ’96 y premio INA) y Alma Máter (premio FONA 2000); fue co-guionista de La isla del Minotauro, y en 1993 publicó la nouvelle Alka Seltzer. "El oro del moro" fue publicado en la revista M Cine, de la que Buela fue co-editor entre 1994 y 1996.