jueves, 19 de julio de 2012

"Incendiar la lengua": Manifiestos Vanguardistas latinoamericanos



Reseña publicada en El País Cultural de Montevideo el 6 de Julio de 2012

Filippo Tommaso Marinetti, a quien se atribuye la creación del primer manifiesto vanguardista, soñaba los canales de Venecia inundados con los cadáveres putrefactos del arte clásico, las bibliotecas calcinadas, los museos tomados al asalto por huestes de jóvenes artistas. Comparado con el ataque definitivo de Marinetti y los que luego vinieron, el fenómeno de la contracultura punk fue un juego para adolescentes. La consigna "No Future" popularizada por el grupo británico Sex Pistols parece un pálido anacronismo frente al "Détruire le futur" de Francis Picabia, inscrito en 1919 en uno de sus lienzos. Antes de eso, el modelo inaugural del Manifiesto futurista sentó las bases de un estilo literario por completo novedoso, el estilo del manifiesto por excelencia. Otro panfleto fundacional, el del pintor Gustave Courbet, era deudor del famoso texto redactado por Marx y Engels en 1848. Pero más que eso: la renovación del lenguaje nacida de los manifiestos es uno de los mejores aportes a la literatura universal. Es un estilo literario en sí mismo, estilo que disuelve de manera irrevocable las fronteras entre lenguaje y sentido, alejándose de la representación, erigiéndose como entidad autosuficiente y generadora de imágenes.

LIBERTAD DE LA LENGUA. Éste y no otro era el propósito del chileno Vicente Huidobro al idear su Creacionismo, recogido, entre otros, en el libro Manifiestos vanguardistas (Editorial Barataria, Barcelona, 2011), que acomete la tarea de reunir a las más importantes vanguardias latinoamericanas. Son dignos de encomio el trabajo de la editora Carola Moreno y de la antologista Claudia Apablaza (Chile, 1978, afincada en Barcelona), así como el estudio a modo de prólogo del escritor Jordi Corominas i Julián (Barcelona, 1979). La perspectiva eurocentrista en todo lo referente a la cultura americana es una vieja antinomia de la que no se salvan las mentes más preclaras, pese a lo cual el prólogo de Corominas i Julián destila lo mejor de su devoción por la materia, y lo mejor de sí también como autor, pues su propio estilo es ejemplar del estilo literario del manifiesto. Los propósitos regeneracionales de las vanguardias tienen hoy (o deberían tenerla) más vigencia que nunca. No tanto por la aniquilación frontal del pasado, sino por el afán de renovación que latía al centro de su lenguaje, la concepción de una poética al servicio de la creatividad (Rimbaud, en su "Carta del vidente", afirmaba poder ver con absoluta nitidez una mezquita en lugar de una fábrica) y la transvaloración de un mundo agostado hasta la extenuación.

El marco de las vanguardias latinoamericanas resultaría uno de los más apropiados para la renovación del lenguaje, debido a un rasgo inherente que no se encuentra en otros territorios de habla hispana, y que es su sentido para la libertad gramatical, seguramente uno de los mayores hallazgos de nuestra literatura. Para el escritor uruguayo Roberto Fernández Sastre, un Cortázar o un Cabrera Infante jamás hubieran sido posibles en el hábitat de una lingüística cerril y acartonada como es la que viene sosteniendo a capa y espada la Real Academia de la lengua española. La misma afirmación podrían suscribir los integrantes de la Anti-Academia nicaragüense, o del Atalayismo de Puerto Rico, recogidos en este libro. Libre de ataduras y servilismos, libre del yugo categórico de un círculo de sabios encaramados a sus púlpitos de conservadurismo decrépito, de Hermosillo a Chetumal, de Managua a Tobago, de Trujillo a Río Grande, de San Lorenzo a Mendoza y de Nogales a Viedma, el continente ha sido actor principal de una renovación sin parangón en la historia de las lenguas, y que encontramos de forma palmaria entre los textos reunidos en Manifiestos vanguardistas.

RADICALISMOS. Vemos esa fertilidad de la gramática, el incendiario uso de la lengua al servicio de la imaginación, en el movimiento chileno Rosa Náutica, en el Estridentismo de Manuel Maples Arce y Salvador Gallardo, con sus entusiastas arengas a la quema y la veneración del automóvil: Chopin a la silla eléctrica. La furia contra toda lógica de la tradición en el Euforismo de Vicente Palés Matos; la búsqueda constante de parcelas nuevas en el Ultraísmo, firmado por un sorprendentemente moderno y modernizante Borges; en el neodadaísta manifiesto Agú, en el grupo colombiano Los Nuevos. César Vallejo y su Nueva Poesía. El Panedismo y el Pancalismo de Luis Llorens Torres. El Vedrinismo del dominicano Otilio Vigil Díaz.

El ecuatoriano José Antonio Falconi y su Arte Poética Nº 2. De nuevo Borges coadyuvado por primeras espadas de Europa como Valle Inclán, Ramón Gómez de la Serna, Juan Ramón Jiménez. Mismo caso del Estridentismo que cuenta con Blaise Cendrars, Joan Salvat-Papasseit, Georges Braque. Los trasvases del viejo al nuevo continente se suceden. Otros radicalizan su postura reivindicativa por una modernidad racial o nacionalista, la Antropofagia brasileña, el Afrocubanismo, el Afroantillismo o la Negritud de Aimé Césaire.

En definitiva, un compendio nada desdeñable de textos genuinos y abrasivos que estimulan nuestra imaginación, y que habría de tenerse en cuenta en las postrimerías de esta época olvidadiza y proclive a la mansedumbre, donde las ideas han perdido, o se les reconoce muy raramente, la cualidad de trastocar de manera fehaciente la realidad. Si bien es cierto que los futuristas inauguraron el género, que los dadaístas lo perfeccionaron y lo colocaron en el epicentro de su plan maestro, y que en el ínterin muchos otros vieron la luz con mayor o menor apego a lo teórico, todos ellos compartieron un mismo auge de eclosión interior que los hermanará por siempre con la historia de la demolición y reconstrucción de las ideas, la historia de la renovación humana.

Los manifiestos latinoamericanos recogieron el testimonio de una hecatombe vital que aún hoy golpea con insistente fuerza en nuestras narices, pidiendo a gritos el desmantelamiento calculado y preciso de todo aquello que, en otros tiempos, llamaban cultura con mayúscula.

jueves, 12 de julio de 2012

"El legendario Robert Johnson", por Jonio González (Parte 3 de 3)


Tras la última sesión de grabación, el guitarrista recorre Texas con su inseparable Johnny Shines, tocando en bares, fiestas o en la calle. De allí viaja a Memphis y en agosto de 1938 lo encontramos en Greenwood, Mississippi, donde sus amigos Honeyboy Edwards y Sonny Boy Williamson (no John Lee Williamson, sino el auténtico, Rice Miller) habían conseguido una actuación en el Three Forks, un garito a las afueras de la población. Johnson, a quien su fama de mujeriego precedía allá donde iba, solía concentrarse en sus actuaciones en individuos del público, como si cantara sólo para el elegido; la mayor parte de las veces se trataba de mujeres. Quizá en esta ocasión tuviera la mala suerte de concentrarse demasiado en la esposa del particularmente celoso dueño del local, o que ya mantuviera una relación con ella. Lo cierto, en cualquier caso, es que alguien le pasó un vaso de whisky que resultó envenenado, que Robert bebió, que hacia la una de la mañana empezó a sentirse indispuesto y que hacia las dos se sentía tan mal que decidieron llevarlo a Greenwood, donde por falta de dinero ningún médico lo atendió. La agonía duró varios días, al cabo de los cuales, el 16 de agosto, moría como consecuencia de una neumonía. La leyenda dice que se pasó esos días recorriendo el pueblo y aullando, también que su madre lo acompañó en su lecho de muerte y que anotó sus últimas palabras: “Ruego que venga el redentor y me lleve a la tumba.” Honeyboy Edwards, sin embargo, afirmará que murió solo. Como no podía ser menos, existen tres tumbas con su nombre, y nadie sabe en cuál de ellas descansan sus restos.


El legado

La importancia de Robert Johnson en la historia de la música tiene pocos parangones. A sus innovaciones con la guitarra, que fueron el origen del sonido de los grupos de blues de Chicago, debe añadirse su calidad como cantante, capaz de ir de los falsetes que impusieran en el género Blind Lemon Jefferson entre otros, a susurros guturales, inflexiones irónicas o un tono ora atormentado, ora melancólico, que, como recordaría Willie Brown, arrancaba lágrimas en el público. Asimismo, las letras de sus canciones poseen una extraña calidad poética basada en comentarios opuestos y complementarios, en una innovadora estructura narrativa y en una aguda capacidad de observación. Cuando en 1961 Hammond reedita para Columbia una serie de temas de Johnson en King of the Delta Blues Singers , el mundo descubre la verdad que ocultaba la leyenda. Sus temas empiezan a ser interpretados por innumerables músicos jóvenes, como los Allman Brothers, los Rolling Stones, Yardbirds, Peter Green, Stevie Winwood, Paul Butterfield, Cream, Eric Clapton, etc. Cuando en 1990 Sony lanza The Complete Recordings Of Robert Johnson , los veinte mil ejemplares que pensaba vender se convierten en más de un millón. Los críticos no pierden el tiempo y cambian el color de la leyenda. Greil Marcus dramatiza sobre aquello que él mismo se inventa (“Johnson cantaba sobre el precio que tuvo que pagar por las promesas que no pudo mantener”). Wilfrid Mellers habla de “una excitación emocional lunática”, de que voz e instrumento “se estimulan a través del frenesí”, como si no hubiera escuchado “Love In Vain”, “They’re Red Hot” o “Come On In My Kitchen”, con su tristeza evocadora, su ritmo controlado, su intensidad melódica. Ambos, al igual que muchos, invierten los términos y transforman a Robert Johnson en una idea, como escribió su biógrafo Peter Guralnick. Olvidan lo esencial, que Johnson fue ante todo un artista provisto de un genio inusual, perseverante y consciente de sus aptitudes, decidido tanto a no dejar que siguieran robándole el dinero de su trabajo (canta en “I’m a Steady Rollin’ Man”), como a ahondar en su alma y no ocultar aquello que encuentra, todo ello en un entorno social, éste sí, infernal por su dureza, injusticia y arbitrariedad.

Nacido en Buenos Aires en 1954, Jonio González reside en Barcelona desde 1982. Junto con Javier Cófreces fundó en su ciudad natal, en 1981, la revista de poesía La Danza del Ratón. Como traductor de poesía ha vertido al castellano a Sylvia Plath (Tres mujeres, Zaragoza, 1992; Barcelona, 2001), Anne Sexton (El asesino y otros poemas, Barcelona, 1996), Charles Simic, Robert Creeley, Kathleen Raine..., John Berryman, Elizabeth Bishop, entre otros. Asimismo ha escrito diversos prólogos para ediciones de poesía, entre ellos: Poesía escogida, de Blanca Varela (Barcelona, 1993). Colabora habitualmente como crítico de jazz y de literatura de género en publicaciones especializadas. Ha publicado, entre otros, los siguientes poemarios: El oro de la república (Claraboya, Buenos Aires, 1982); Muro de máscaras (Tierra Firme, Buenos Aires, 1987); Cecil (Utopías del Sur, Buenos Aires, 1991); Últimos poemas de Eunice Cohen (Plaza y Janés, Barcelona, 1999), y El puente (Emboscall, Vic, 2001; Ediciones en Danza, Buenos Aires, 2003).