En una de
las escenas de Songs from the second floor (Roy Andersson, 2000) se
ve a grupos de capitalistas arrastrando carritos henchidos de maletas. El peso
de las maletas es tal que su avance resulta penoso mientras una serie de
azafatas de vuelo aguardan en sus mostradores. Se trata allí de la huida, de la
fuga de capitales, del sálvese quien pueda. La película presenta un escenario
preapocalíptico en el que las ciudades son abandonadas entre procesiones de
gente que van por las calles autoflagelándose, como en una actualización
secular de los calvarios de El Bosco. En otra escena los mismos capitalistas
conchabados con la Iglesia tiran a una niña por un barranco. Más tarde uno de
ellos, decrépito, acodado en una barra y entre vómitos, se preguntará: "Hemos
sacrificado a una criatura plena de futuro. ¿Acaso se puede hacer más?"
Capitalistas y cleros se distribuyen en esa escena en una resaca espantosa,
hartos, borrachos, tirados por el suelo, en la más completa inmundicia moral y
espiritual. Cada plano de Songs from the second floor es una obra
maestra pictórica, llena de significado y sentido. Sin un solo movimiento de cámara, la aparente
cotidianidad va derivando cada vez más en un delirio surrealista, viva imagen
de una realidad desquiciada que se viene abajo como un gigante con pies de
barro.
“Hasta el momento, el intento de llegar a un acuerdo ha fracasado por la exigencia de los acreedores de sostener una ficción”, decía el filósofo Jürgen Habermas en un artículo publicado ayer. Y los personajes de Andersson parecieran haber cobrado conciencia repentinamente de esa ficción en la que vivían tranquilos y seguros; el mecanismo de pánico se activa y las ratas salen despavoridas de debajo de los escombros. El principio de placer que guiaba sus latrocinios se ha visto de pronto abocado al pozo negro del thanathos. Uno de ellos pierde la cabeza y prende fuego a su propio negocio, tras el trauma irreparable que supone tener un hijo poeta y que “se ha vuelto majareta”. Los fantasmas personales lo acosarán durante toda la película, surgiendo de la tierra como personajes del Juicio Final, hasta llegar a un punto muerto en el que las pulsiones de goce ya no tienen salida, ya no hay válvula de escape a tanto robo y tanto saqueo. La película acaba significativamente en un páramo que a la vez es un cruce de caminos. La encerrona sin fondo adonde conduce toda esta miseria.
“Hasta el momento, el intento de llegar a un acuerdo ha fracasado por la exigencia de los acreedores de sostener una ficción”, decía el filósofo Jürgen Habermas en un artículo publicado ayer. Y los personajes de Andersson parecieran haber cobrado conciencia repentinamente de esa ficción en la que vivían tranquilos y seguros; el mecanismo de pánico se activa y las ratas salen despavoridas de debajo de los escombros. El principio de placer que guiaba sus latrocinios se ha visto de pronto abocado al pozo negro del thanathos. Uno de ellos pierde la cabeza y prende fuego a su propio negocio, tras el trauma irreparable que supone tener un hijo poeta y que “se ha vuelto majareta”. Los fantasmas personales lo acosarán durante toda la película, surgiendo de la tierra como personajes del Juicio Final, hasta llegar a un punto muerto en el que las pulsiones de goce ya no tienen salida, ya no hay válvula de escape a tanto robo y tanto saqueo. La película acaba significativamente en un páramo que a la vez es un cruce de caminos. La encerrona sin fondo adonde conduce toda esta miseria.
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