En Visión
de paralaje, Žižek comentaba un experimento de Claude Lévi-Strauss en el
cual el famoso antropólogo francés daba noticia de los Winnebago, un pueblo
aborigen de Norteamérica oriundo del Gran Lago de Wisconsin. La tribu estaba
dividida en dos grupos, “los de arriba” y “los de abajo”, y, según el relato de
Lévi-Strauss, cuando se le pedía a un aldeano que dibujara en un pedazo de
papel la disposición de las cabañas de la aldea, se obtenía dos respuestas
totalmente diferentes, dependiendo de la pertenencia a uno de los dos grupos.
“Ambos perciben la aldea como un círculo –escribe Žižek--; pero
para uno de los subgrupos existe dentro de este círculo un círculo más de casas
centrales, de modo que tenemos dos círculos concéntricos [figura 1], mientras
que para el otro subgrupo el círculo está dividido en dos por una clara línea
[figura 2]. (…) El punto central de Lévi-Strauss es que este ejemplo de ningún
modo debe hacernos adoptar el relativismo cultural, según el cual la percepción
del espacio social depende de a qué grupo pertenece el observador: la verdadera
división en dos percepciones ‘relativas’ implica una oculta referencia a una
constante, no la disposición objetiva, ‘real’, de las viviendas sino un núcleo
traumático, un antagonismo fundamental que los habitantes de la aldea eran
incapaces de simbolizar, de explicar, de ‘internalizar’, de aceptar.”
Por desgracia, parece que este núcleo traumático que es
imposible de simbolizar, de explicar, de internalizar o de aceptar es lo que
impera en los grandes relatos identitarios entre los partidarios del Procés catalán y los, así llamados, constitucionalistas. Vemos que el objeto
observado (el conflicto) pierde su consistencia una vez se ha desplazado el
foco de la mirada a la otra parte del relato. Es más, el conflicto “no tiene
sustancia” real, como diría la teoría lacaniana, sino una serie de múltiples
miradas subjetivas que la sostienen en una pura forma virtual, etc. Lo
relevante, en una primera instancia, es ese “desplazamiento” del foco propuesto por la
paralaje. Tener la capacidad de efectuar "el salto” de un plano de la
aldea al otro es lo que nos aporta una mirada completa del asunto, o, para
decirlo con los términos de nuestro querido Merleau-Ponty, un “quiasma óptico”. En
el quiasma óptico, la superposición de las dos imágenes monoculares es lo que
proporciona la imagen binocular. Ninguna depende por completo de la otra
(podemos tapar un ojo y la función del órgano sigue allí), pero la imagen
binocular es necesariamente el resultado de dos órganos simultáneos.
Así pues, es necesaria la adición de estos
“dos órganos” simultáneos para aprehender una visión completa del asunto. No
importa de cuál de los dos lados de la paralaje o del quiasma óptico nos
pongamos, porque siempre tendremos una visión mutilada. Todos en Cataluña
tenemos un amigo o un pariente "charnego", y viceversa, así que la narración de
una auténtica identidad “española” y una auténtica identidad “catalana”,
incomulgables y excluyentes entre sí, es de entrada un sinsentido. La mirada monocular, individual, siempre está ligada con la de
un agente igualmente monocular, y la simbiosis de estas dos miradas monoculares
es lo que confiere al conjunto su verdadera sustancia (y aquí nos separamos de
Lacan y Zizek porque según ellos todo sería el resultado de una virtualidad
total). No hay “yo” sin “tú” y no hay “singularidad” sin “universalidad”, pero
esto no implica el borramiento total de las partes del quiasmo. Para otro lugar
quedaría la cuestión de qué hacer con este "núcleo traumático" que
domina todo este asunto, y, de existir un verdadero “antagonismo fundamental”, definir en qué consiste realmente... Lo que sí parece seguro es que esa "constante" en uno y otro bando aludiría a una pulsión oculta de atavismo mortífero, que no permite ver el sustrato sustancial e indispensable a todo conflicto geopolítico (la lucha de clases y la lucha por el poder), y que brilla por su ausencia en el relato público del Procés (la primera, por inexistente, la segunda, por oculta). Un sustrato indispensable, decimos, que por constituir un vacío desolador detrás del ruido y el infantilismo de las banderas nacionales adviene el auténtico núcleo traumático en el que se han convertido los odios históricos y las rivalidades enquistadas del siglo XXI.
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